Sabina vuelve emocionado a los cerros de Úbeda
El cantautor, que lucía entre melancólico y gozoso, actúa en su pueblo natal ante más de 8.000 paisanos
Estaba emocionadísimo y no consta si quería, pero desde luego no podía disimularlo. Le temblaban las manos, anillados el corazón y el anular de diestra y siniestra con gruesos aros de plata, agarrando el micro como quien ase una toma de tierra para no morir del calambrazo y sentándose largos ratos “por consejo geriátrico” para mitigar la flojera de canillas. Ni cinco minutos más joven ni tres afeites más guapo ni dos trucos más listo. Joaquín Sabina ni quiso ni pudo parecer ni más ni menos que quien es ahora en su regreso a la escena después de dos años de ausencia. Lo hizo en Úbeda, su pueblo, bajo una luna llenísima y a los pies de los cerros donde dicen que se perdió con su amada un cruzado enamorado que retrasó por tal lance una batalla de la Reconquista. A él no le hizo falta reconquistar ningún territorio. Tenía el papel vendido, y el público comprado, desde hace meses y generaciones, respectivamente. Así, las cartas bocarriba, la noche fue un idilio.
“No es fácil volver a estas alturas a los paisajes, los olores y los sabores de la infancia. Esto me pone un nudo en la garganta, que es con lo que uno hace que canta. Y me he puesto el traje de los domingos para estar a la altura”, dijo el paisano Joaquín. El “hermano de Paco y Mari Carmen y el tío y tío abuelo de su cada vez más numerosa reata de hijos y nietos”, a quienes dedicó el concierto. Acicalado a su estilo con un terno violeta que le hacía cinturita y un par de bombines blanco y negro calados sucesivamente hasta el ceño, confesó Sabina que viene de cuando en cuando de tapadillo a su pueblo camino a o de vuelta de Sevilla, y se sienta en la plaza a llorar por los ausentes. Leonard Cohen, J. J. Cale, Javier Krahe, Gabriel García Márquez y otros referentes y amigos que le van faltando alrededor. Sus paisanos, 8.000 localidades en un municipio de 35.000 tomaron nota por ver si la próxima vez lo trincan.
A la vez melancólico y gozoso. Así lucía Sabina. Así, a secas. Como la rúbrica manuscrita en rojo rabioso sobre negro absoluto, la ese como una víbora flaca, el punto insolente sobre la i enhiesta, de la firma del artista que presidía el escenario. Muy consciente de sus años, 69 -“En el pop la vejez es tabú, ni siquiera a mí me gusta que me hablen de envejecer”-, pero sin renunciar a la sana costumbre de reírse de todas las sombras, empezando por la suya. “Aquí tenemos a mi núcleo duro, que es lo único que les queda duro a estas alturas”, dijo para presentar a Antonio García de Diego y Pancho Varona, su “familia verdadera” y sus escuderos desde hace 35 años.
Desgranó Sabina las canciones de Lo niego todo, el disco con el que vuelve a la composición después de casi ocho años de silencio, asistido por Benjamín Prado en los textos y Leyva en la producción, alternándolas estratégicamente con sus clásicos absolutos. Canciones que levantan a un muerto de la lápida y que nos sabemos casi todos aunque no sepamos que nos las sabemos enteras. En la platea de sillas de resina de esas a las que se pegan los glúteos como calcomanías, chicas y chicos en flor, sus padres y madres y algún que otro abuelo y abuela las coreaban de pe a pa como un solo gañote. Porque a todos nos gustan los mismos gozos, porque a todos nos duelen las mismas heridas. En la explanada de asfalto del recinto ferial de Úbeda, María José, una guapa veinteañera que bailó en su boda el vals Y nos dieron las diez en vez del de Strauss, y su madre, culpable de la inoculación del virus, cantaban el himno final del recital con la risa y las lágrimas a la vez en vísperas.
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