Van Morrison, el gran sanador espiritual todavía está vivo
El músico irlandés ofrece un delicioso concierto de 'swing' y jazz ligero en el Primavera Sound
En la música popular puede que estemos ante el final de una época, con tantos iconos muriendo uno detrás de otro, pero todavía quedan faros de aquella irrepetible edad dorada. Van Morrison, el septuagenario iracundo de la voz majestuosa, es uno de ellos. Representa otro tiempo, todavía vivo en seres empecinados en mantenerlo encendido en la memoria. Sucedió en el Primavera Sound, cuando en el inmenso escenario principal del multitudinario festival Morrison salió a pequeños pasos y, de primeras, encaró Too Late, canción de su último y delicioso disco Keep Me Singing, todo un alegato de aquellos sonidos de jazz, soul y folk primarios de su época.
Con el sol pegando fuerte y la humedad haciendo de la suyas en la tarde barcelonesa, le costó abrirse paso ante los ríos de gente que se amontonaban para verle. Too Late sonó descafeinada, con el cantante tosiendo dos veces, interrumpiendo el compás. Con su sombrero, gafas de sol y traje de raya diplomática, parecía no estar cómodo en el gigantesco evento de la juventud desinhibida. Un cabeza de cartel fuera de sitio, más cuando el propio Morrison lleva lustros rechazando en la medida de lo posible los grandes recintos, prefiriendo los teatros y las salas para su música de club nocturno, cobrada, eso sí, a precios desorbitados. Pero el gran gruñón, sin romper su gesto de mármol, se puso a la faena para defender su territorio, acompañado de una fabulosa banda.
Su territorio es como una isla en el océano de nuestros tiempos. Un lugar casi mítico creado por un artista que, tal y como explicó en una de sus escasas y últimas entrevistas, viene de una época pasada, extinguida por completo. Puede, pero lo único cierto es que mientras él siga cantando es difícil pensar en ningún ocaso, ni siquiera en aquellos personales que a todos en algún momento nos llaman a la puerta. Su voz es sanadora, como ese ritmo bello y tierno que le dio a Moondance, que sonó mucho menos visceral que en su ropaje original.
El León de Belfast está poco fiero, más bien, y por increíble que parezca, parece en sintonía consigo mismo. No es malo. Su música actual, a la que él mismo se suma tocando el saxofón y la armónica, transmite esa sensación agradable, barnizada de un sabroso swing, que terminó por sonar espléndido en ese toque de jazz ligero y elegante que transformaron composiciones clásicas como Baby Please Don’t Go, con la guitarra punteando fina y el vozarrón de Morrison cobrando protagonismo. Cierto que pierde garra, sin esa pulsión mística de la que nació su leyenda, pero el viejo cascarrabias también se ha quitado el traje de oficinista que a veces viste en sus conciertos. Tiene una idea, la de conservar aún vivo su legado, y consigue que triunfe.
Hay algo en Morrison, como cuando se puso a mascullar palabras inventadas en Days Like This o revolvió sus alaridos en élfico en Sometimes We Cry, que escapa a la pura lógica. Es una convulsión primaria, extremadamente personal, intrínseca a su ser intratable, como ese subidón sentimental que dio a Here Comes The Night. No se puede explicar, aunque se puede entender perfectamente cómo atraviesa. Quien lo ha probado, lo sabe. Y no hubo mejor forma de probarlo que cuando, ante sus micrófonos dorados, se lanzó para cerrar con su célebre Gloria y todo el público acabó dando palmas.
A estas alturas, sus canciones son como arrecifes donde descansan esencias que escasean. Son las esencias de otra época. No se recordaba un Morrison tan bien entregado a su causa. Aquello que es fe, aquello que es miedo, aquello que es amor, aquello que, en definitiva, es vida, todavía tiene sentido a través de su añeja música. El gran sanador todavía está vivo.
Babelia
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