Ofelia, ahogada en la piscina
Ernesto Caballero habla de la precariedad laboral de las actrices españolas, en un sainete metateatral sobre una compañía invitada a actuar para la mafia
La peripecia de Hamlet, como falsilla de las desventuras de cinco actrices encargadas de amenizar la velada a un grupo de mafiosos rusos, en lucha por el poder. En Matrioskas, sainete metateatral, Ernesto Caballero habla de la precariedad de un gremio cuya tasa de paro no tiene parangón en España: apenas el nueve por ciento de los actores vive de lo suyo. Para las actrices, aún es peor, pues en el repertorio universal el número de personajes masculinos duplica por término medio el de papeles femeninos.
Matrioskas
Autor: Ernesto Caballero. Intérpretes: Nanda Abella, Sandra Gade, Noemí Martínez, Cristina Palomo, Maribel Vitar. Coreografías: Esther Acevedo. Asesoría vocal: María Herrero. Luz: Paco Ariza. Producción: Primas de Riesgo. Dirección: Karina Garantivá.
Madrid. Teatros Luchana, hasta el 28 de julio.
Tema tan sensible acaba pasando a segundo término, debido al empeño que el autor madrileño pone en relatarnos los pormenores de lo que les acontece a los mafiosos (fuera de campo siempre), y porque al final, opta por desplegar un abanico de versiones alternativas de lo sucedido.
Matrioskas es, en el fondo, un autohomenaje, un juego que engloba, unas dentro de otras (cuales muñecas rusas), varias comedias de Caballero. Este quinteto de actrices anónimas, que ejercen en precario su oficio, es una versión anónima y contrahecha de las divas que reflexionaban sobre el teatro en Oraciones de María Guerrero. La rememoración que las cómicas van haciendo de lo acontecido entre los hampones de Puerto Banús, recuerda, como un dedo pulgar al otro, la reconstrucción que los viajeros siniestrados hacen de su accidente mortal en Auto: en ambas obras, los personajes buscan (en una, con fundamento; erróneamente en la otra) idéntica explicación parapsicológica a lo que les pasa.
Pero en Matrioskas, dentro de la muñeca rusa de Auto, todavía queda otra, inspirada acaso en el colofón dual de El arte de la comedia. Como en esta obra de Eduardo de Filippo, en la de Caballero la verdad se pone en duda al final. Hecha la comparación, anoto las distancias: lo que en el autor napolitano es comicidad entreverada de certeza trágica, en el dramaturgo español es casi todo humorístico artificio, en cuyo curso este espectador agradeció como el sediento el agua el pasaje donde tres de las actrices hablan de trabajos alimenticios a los que se han visto empujadas. Sea biográfico o no, su relato respira sinceridad y verosimilitud en medio de tanto enredo.
Entre las intérpretes, destaco el oficio de Cristina Palomo y la energía resoluta que Maribel Vitar pone en cuanto hace. Más que óleo terminado, la representación semeja un boceto al que faltasen trazos y colores.
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