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Don de gentes
Columna
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El abuelo que blandió el bastón

Cuando leo que un anciano recibió el puñetazo de un conductor pienso en mi padre

Personal sanitario atiende al anciano en Torrejón de Ardoz.Foto: atlas | Vídeo: comunidad de madrid | ATLAS
Elvira Lindo

Mi padre murió hace cuatro años pero todavía hay momentos en que, olvidándome de su ausencia, temo que se nos meta en un lío. Mi padre era un hombretón que cuando sonreía daban ganas de abrazarlo y que cuando se enfadaba daba mucho miedo. Era risueño e iracundo. Y podía pasar de un extremo a otro tan rápido como para que anduvieras siempre un poco alerta. Mi padre no soportaba la mala educación. No quería que lo trataran como a un viejo, con condescendencia, pero exigía el respeto con el que él se había educado hacia las personas mayores. Mi padre era uno de esos viejos que creían en el escalafón. Un viejo al que han de hacer caso los niños y los jóvenes, porque se lo ha ganado, porque los años le han ido otorgando trienios de autoridad. Así que mi padre era un hombre que en sus últimos años siempre andaba a la gresca. Salía de casa con un bastón, uno de esos bastones de preciosa empuñadura, con una cabeza de felino o algo así, y no porque cojeara o estuviera mal de las piernas. En realidad, no sé por qué mi padre llevaba bastón. Tal vez fuera para alzarlo amenazante si en la calle se encontraba con una situación que le contrariaba. Yo le decía que con su cara de mala hostia era suficiente, que no tenía por qué entrar a discutir con nadie, que un buen día se podía llevar un empujón o un tortazo. A él le sacaba de quicio que le advirtieras porque ponías en duda su capacidad de defenderse, le arrojabas al universo de la ancianidad vulnerable.

Con su bastón se sentaba a leer el periódico en el banco de su barrio y sin mediar palabra señalaba los pies de los jóvenes que de pronto se sentaban en el respaldo y ponían las zapatillorras en el asiento. Daba un toquecito con el bastón a quien en el autobús no cedía el asiento a una anciana o a una embarazada. También hacía un gesto señalando el semáforo en verde si un coche no se detenía, o al contrario, a la luz roja si alguien cruzaba jugándose la vida. Solía decir que había madres jóvenes que iban empujando el carro del bebé mientras hablaban por el móvil y se diría que ponían el cochecito por delante para que los coches se pararan. Ponía las manos sobre el bastón y allí recostaba la noble cabeza, aparentemente absorto como un niño en la escuela, pero pendiente de que nadie se colara en la sala de espera del ambulatorio. Y alguna vez, sí, agitó furiosamente su inseparable arma si sorprendía a un tío meando en la calle. Era un vigilante inagotable de la urbanidad, de esas leyes naturales de la calle con las que había crecido que colocaban a las personas que peinaban canas en un estadio superior.

Eran tantas las historias que contaba al respecto en la comida de los sábados que me temía que un día llegara a casa con un ojo morado o que nos avisaran de que lo habían encontrado malherido en la calle. Los que tienen un padre así, o una madre, saben de lo que hablo. Esos ancianos que no permiten abusos, que no pasan ni una, y que parece que vayan a salvar al mundo de su deriva hacia la grosería corrigiendo a los desconsiderados que encuentran a su paso. Tan empecinada es esa misión a la que se enfrentan a diario, que cuando leo que un anciano recibió el puñetazo de un conductor al que había reprendido por frenar bruscamente en un paso de cebra veo a mi padre, con su mano blandiendo el bastón, enfurecido contra el abuso. En esos momentos reflejos en los que el cerebro no recuerda sino que reacciona, pienso en decirle, “¿ves?, ¿ves lo que te digo?”, la próxima vez que lo vea.

Así funciona la empatía. De pronto, un anciano, Ramón Lorenzo, que cruza un paso de cebra en Torrejón de Ardoz y muere tras recibir un puñetazo de un conductor temerario, se convierte en tu padre o en tu abuelo; su rostro es el de esa persona familiar que piensa que las calles también deben estar hechas para aquellos que andan lento y necesitan su tiempo. En Madrid ya nos hemos acostumbrado a la impaciencia de los conductores, a sentir el rugido de los motores cuando apenas se ha cruzado la mitad de la calle, a que no se respeten los pasos de cebras y a que el tráfico, incluido el público, vaya a una velocidad amenazante que no les permite reaccionar si algún peatón se despista. Hacen falta algo más que señales de tráfico, hace falta educación, hacen falta campañas que nos hablen de respeto, de controlar un nivel de agresividad que a veces amedrenta a los más débiles. Los hay que se callan o se achantan porque miden sus fuerzas y temen salir perdiendo, pero hay abuelos que levantan su bastón. Benditos sean.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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