Una mano
El anciano quedó muy agradecido y se empeñó en invitarme a un café
Salía de comprar en los chinos un bote de crema de afeitar, cuando me abordó un anciano del barrio. Se le había roto una botella de aceite en la cocina y no podía agacharse a recoger los restos. De un tiempo a esta parte, no hago más que encontrarme con gente que no se puede agachar. Yo mismo empiezo a tener dificultades. El anciano vivía allí al lado, de modo que subimos a su casa y me condujo a la cocina, en cuyo suelo había una gran mancha de aceite y un sinfín de cristales verdes que habían pertenecido a la botella. Le pregunté si tenía periódicos viejos y volvió con cinco o seis de hacía 15 años. En uno de ellos había una columna mía. Fue el primero que extendí sobre la mancha. A medida que se iban empapando, los arrojaba a la basura, mezclados con los trozos de vidrio, y los cambiaba por otros. Cuando el suelo quedó despejado, tomé la fregona, eché en el cubo una cantidad abundante de Fairy, y dejé el suelo como un espejo.
El anciano quedó muy agradecido y se empeñó en invitarme a un café. Sus hijos vivían en Madrid, pero muy lejos, y no tenía ningún tipo de asistencia. Con la taza de café en la mano, fuimos luego a saludar a su mujer, que estaba en la cama, con la cabeza levantada sobre un par de almohadones bien mullidos. Parecía una muñeca de arcilla en el lecho de un gigante. Con la enfermedad, comentó el anciano, se ha reducido mucho. La llevamos al baño y fue como levantar un gorrión, no pesaba nada, pobre. La señora no abrió la boca hasta que la devolvimos a la cama. Entonces, confundiéndome con uno de sus hijos, me pidió que pusiera matahormigas debajo del fregadero de la cocina. Le dije que sí y nos despedimos. Olvidé la crema de afeitar, que recogeré mañana para, de paso, echarles una mano.
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