Juan José Millás era Carlos Cay, aquel monstruo adolescente
El escritor recupera como libro una parte de la serie que escribió para este periódico bajo seudónimo
Hay ocasiones en que los escritores se hartan de sí mismos y se esconden bajo otros nombres. Pero estos pueden desmandarse y subirse a las barbas de uno. Entonces cabe cortarles las alas. A Juan José Millás (Valencia, 1946) le pasó. Un verano se disfrazó bajo la camiseta y las bermudas de un adolescente en conflicto con el mundo llamado Carlos Cay y escribió aquello de Me cago en mis viejos. Se parapetó cuatro años seguidos ahí durante el mes de agosto en las páginas de EL PAÍS. Pero la última entrega le salió tan redonda que, con los años, ha decidido arrebatársela y firmarla él bajo el título de Mi verdadera historia (Seix Barral).
Aquel episodio cuenta un amor adolescente digno de Frankenstein: “Bueno, todas las historias amorosas ocurren con Frankenstein”, puntualiza Millás. Pero también de desencuentros generacionales entre un padre, distante crítico literario, que quiere hacer de su hijo una ficción sin ver que la tiene enfrente y lo enfanga todo con su displicencia… O una madre nunca curada de espanto y en fuera de juego permanente… Ambos forman un triángulo de muros e hipotenusas improbables junto al chaval monstruo. Y este les desconcierta sin tregua con su careto y su escudo de pasota, haciéndose el sueco.
En su día, decimos, lo firmó Carlos Cay. Ya no. “Llegó un momento en que no estaba a la altura. Por eso se lo arrebato ahora”, comenta Millás. ¿No será, por el contrario, que sí anduvo inspirado y que esa rabia por demostrar el talento un tanto preso en el cuerpo ajeno y cercano de un pseudónimo, acabó por tutear a su creador? “También es posible, lo admito. Puede que el pseudónimo incluso mejorara en ocasiones a su creador”.
Concluyamos pues que Millas sale ahora del armario. No el mismo empotrado en el que se instaló para escribir el año pasado la inclasificable novela de costumbrismo kafkiano, Desde la sombra. Otro. El del cuarto en penumbra de Carlos Cay, que dio lugar a tantos dimes y diretes, a tanta apuesta cruzada por descubrirlo.
“La lectura proporciona experiencias reversibles, ahí radica su magia"
Casi nadie metía a Millás en las quinielas. “Eso me divirtió mucho. Y en cierto modo, por eso seguí el juego en su día. Pero ha pasado ya tanto tiempo que no me importa ya admitirlo”, afirma. Tampoco a EL PAÍS desvelar el secreto del juego cómplice en el que el periódico se metió con él.
Pero el caso es que aquí llega ahora en un volumen la más que inquietante Mi verdadera historia. ¿Un libro para jóvenes? “No me gustan esas etiquetas. Si acaso de iniciación, pero es que, para mí, los Despachos de guerra de Michael Herr, en la que este reportero contó Vietnam como nadie, es una novela de iniciación. O El Lazarillo de Tormes… O El adversario, de Emmanuel Carrère, que también me lo parece. Tú lees eso a cierta edad y ya no dejas de hacerlo nunca”.
La literatura se supone que debe poner el mundo patas arriba, cuenta Millás. “La lectura proporciona experiencias reversibles, ahí radica su magia. Tú puedes sentirte asesino de día y detective de noche, en ese mundo sólo manda el lector. Es algo muy formativo para todo y que se encuentra más allá de los planes de enseñanza”.
Le incomoda la etiqueta de libro juvenil. “Sobre todo porque en el mundo editorial se ha venido poniendo a un género que debe tener una cierta idea preconcebida de lo que son los adolescentes o los jóvenes. Los críticos, los expertos, los editores y algunos autores lo han teorizado mal. Y otros muchos lo han visto como un género menor, cuando no se trata de eso en absoluto”.
No hay aventuras banales ni melodrama de andar por casa en Mi verdadera historia. En sus páginas bulle conflicto, una visión del mundo, una maraña de realidades subterráneas que se imponen a las apariencias volátiles. En este amplio relato de jeroglíficos emocionales, cabe la metaliteratura y la novela gótica en medio de la insondable fragilidad de sus criaturas. “Supongo que la dominan tres elementos principales: la culpa, ese mundo de las relaciones entre padres e hijos, con sus rivalidades interminables y, por supuesto, el amor”.
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