Historia política del bistró francés
Una exposición y un ensayo reivindican el papel socializador y artístico de los populares establecimientos de comida
Es un invento otomano y lleva un nombre de origen ruso, pero es en Francia donde se ha convertido en institución. Sublimado por la literatura y el cine, elevado a la categoría de icono patrio y frecuentado por hordas de turistas en busca de esa esencia parisiense en vías de extinción, el bistró francés no es solo un local que sirve platos sencillos durante todo el día, un peldaño por encima de la taberna y otro por debajo del restaurante. Definirlo como territorio de socialización y embriaguez resulta también insuficiente. El bistró es, en realidad, un espacio político. Por lo menos, así suena una de las tesis de la muestra Bistrot! De Baudelaire a Picasso, que se expone hasta el 21 de junio en la Cité du Vin, centro dedicado a la cultura vinícola que abrió en Burdeos en 2016.
Un repaso a la historia ratifica esa suposición. Balzac describió el bistró como “el parlamento del pueblo”. Según Baudelaire, que los frecuentó hasta su último respiro, se servía en ellos “una bebida democrática” como el vino, consumida por ricos y pobres sin diferencia. La sobriedad los convertía en iguales. Al llegar al París de entresiglos, Picasso descubrió en ellos un punto de encuentro de la clase obrera en plena eclosión del socialismo. Más tarde, Hopper y Rothko, inspirándose en pintores decimonónicos como Forain y Béraud, retrataron a mujeres solitarias que bebían sin compañía masculina, rompiendo así con la convención social y reafirmando su individualidad en el espacio público, décadas antes de la emergencia del feminismo.
A través de un centenar de obras, la exposición demuestra cómo, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el bistró se convirtió en tema artístico por excelencia, por ser un símbolo de modernidad y vida urbana. “Reflejaba la sociedad del momento y los cambios que esta experimentaba. El bistró era un espacio distinto a los demás, un lugar donde las reglas sociales se suavizaban y las diferencias de clase se atenuaban”, apunta el comisario de la muestra, Stéphane Guégan, conservador del Museo de Orsay. Una de las primeras imágenes del recorrido es un aguafuerte del siglo XVIII que reproduce el interior de la taberna Ramponneau, situada a las puertas de París. Era uno de los pocos espacios donde las clases sociales compartían el mismo ambiente, prefigurando lo que sería la República del futuro. Citada por Victor Hugo en Los miserables y después convertida en famoso cabaré, la taberna se ubicaba en el actual barrio parisiense de Belleville, que sigue siendo conocido por su vida nocturna y su mezcla de etnias y clases sociales.
La muestra coincide con la publicación de Elogio del bistrot (Gallo Nero), el nuevo ensayo del antropólogo francés Marc Augé, conocido por su estudio de los no lugares, esos espacios anodinos y sin identidad que predominan en las grandes urbes, como centros comerciales, cadenas de restaurantes y salas de espera de consultas médicas. Para Augé, el bistró sería su perfecta antítesis. El autor coincide en señalarlos como espacios políticos. “Son lugares donde uno se toma su tiempo, lo que hoy tiene algo de provocador”, afirma en su apartamento parisiense, pegado a la catedral de Notre Dame y a un buen puñado de bistrós. “En un mundo obsesionado con la instantaneidad y la prisa, la existencia del bistró supone una forma de resistencia”, añade.
Augé define el bistró como “un entresuelo extramuros”. Es decir, una prolongación del espacio doméstico en la esfera pública, donde uno “ya no está en casa, pero todavía no ha llegado a la calle”. Roland Barthes los definió, acertadamente, como “una segunda habitación”. El libro está repleto de ejemplos de sus más ilustres asiduos. Por ejemplo, Ernest Hemingway, que solía acudir a la Closerie des Lilas para calentarse, alimentarse y dar cita a sus conocidos. El antropólogo propone un listado de características para definirlo. Fue un “lugar de encuentro para los grupos de vanguardias” y un “refugio oficial del esnobismo” durante los años universitarios (incluidos los suyos, cuando coincidió con Sartre, Beauvoir y Althusser en varios bistrós parisienses). También un “escenario de rituales” y un “teatro de la socialización”, donde los actores cambian según las horas del día, aunque todos interpreten papeles similares. “El café es uno de esos lugares cotidianos donde uno logra observar mejor el funcionamiento social”, sentencia Augé.
El escritor francés Philippe Sollers, miembro del comité científico que ha preparado la exposición en Burdeos, extrae conclusiones similares. “El café constituye un terreno de observación ideal del flujo digital que impregna a la población, de las conversaciones estereotipadas, de un deseo que ya no se enuncia a la cara. Nos dirigimos hacia una civilización que ya no habla en el café”, escribe en el catálogo. Si es el caso, el bistró se arriesgaría a transformarse en símbolo de un pasado que se desvanece, sobre el que se edifican tiendas de lujo y cadenas de comida rápida. “Sigue en auge el negocio de chapa y pintura que acondiciona todo para el turismo y pretende transformar esos espacios en lugares de memoria, con la misma actitud invasiva de las cadenas de alimentación globalizada”, escribe Augé, que publicó la versión francesa del ensayo en 2015.
Dos años después, modera ligeramente sus palabras. Después de los atentados de noviembre de ese año, cuando los islamistas dispararon contra jóvenes que bebían en las terrazas, el bistró volvió a cobrar un cariz político. “Desde la noche siguiente, volvieron a ser ocupados por jóvenes que decían defender un modo de vida y de civilización”, explica. Casi tres siglos después de la apertura de aquella lejana taberna en Belleville, la República volvió a mirarse a sí misma en el espejo del bistró. Y le pareció que no había envejecido del todo mal.
Babelia
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