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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tótem frente al mar

A Derek Walcott le dieron el Nobel en 1992 y aquí ni estaba traducido, ni lo había leído apenas nadie

Derek Walcott, en la bilbioteca de la Universidad de Oviedo, en marzo de 2006.
Derek Walcott, en la bilbioteca de la Universidad de Oviedo, en marzo de 2006. ELOY ALONSO (REUTERS)

Cuando la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura al gran poeta Czeslaw Milosz, algo cambió en aquella casa. Quiero decir que volvió a los orígenes —los mismos que premiaron a T. S. Eliot, a Juan Ramón Jiménez, a Yorgos Seferis y a Odysseas Elytis— y se ennobleció poéticamente en batería: Octavio Paz, Joseph Brodsky, Derek Walcott, Seamus Heaney o Wislawa Szymborska serían los siguientes poetas premiados. Si Milosz había propuesto a Brodsky, fue éste quien propuso a Walcott para el premio.

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A Derek Walcott le dieron el Nobel en 1992 y aquí ni estaba traducido, ni lo había leído apenas nadie. En aquel momento yo acababa la traducción de una antología de su poesía —Islas, La Veleta, 1993— y mi casa pareció, por unas horas, el consulado de Walcott en España. De Santa Lucía —donde nació— y Trinidad o Jamaica —donde también vivió— a Mallorca, la cosa quedaba entre islas, que siempre son el mundo y un mundo aparte que, además, interpreta y reproduce el mundo entero.

Desde esas islas Walcott edificó un mito e incorporó también mitologías ajenas a la propia de su cultura por nacimiento. El papel donde iban a ser escritas era el mar Caribe, el mismo que Walcott contempló toda su vida sabiendo que en él se encerraba el secreto de su poesía y también su propio secreto. Y su historia —la de su exploración por Occidente, la de los piratas, la de la esclavitud— fue lo que le llevaría a mimetizarse con el origen de ese Occidente —la mitología griega y ciertas metáforas del cristianismo— para después metamorfosearlo en otra cosa. De Homero a la poesía de sir Walter Raleigh, de los dioses del Olimpo al tobillo de una muchacha de piel negra bañándose desnuda en el mar de Santa Lucía, de los cuarteles abandonados por los ingleses a los techos de zinc ardiendo bajo la luz de hielo sucio del verano. El mestizaje cultural: y en él, la lengua.

La lengua de Walcott fue la misma de aquellos que apresaron a sus antecesores, los trajeron encadenados desde África hasta América, los vendieron como esclavos y los usaron como a bestias. La lengua inglesa. Y en esa lengua y en sus mitos, Derek Walcott infiltra los suyos para convertirla en otra cosa. Para que diga lo que nunca antes hubiera dicho ni dijo. Y al mismo tiempo —y ahí la paradoja y la sabiduría— la enriquece de una manera que tampoco se había enriquecido hasta entonces. Sin despecho ni rencor, dando a cada uno lo suyo y convirtiendo lo de cada uno en propio y distinto. Hasta una Ilíada escribió con número de versos parecido al de Homero. La suya se llamó Omeros y Ulises fue un pescador negro. En todo este mapa, un detalle no menor: los ojos de Derek Walcott eran verdes.

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