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Tribuna
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¿Una patología del castellano?

Quienes no dejan de burlarse padecen de alguna suerte de atavismo fermentado contra lo que hablamos en Andalucía

La mofa del andaluz es tan antigua que alguien podría pensar se trata de una patología del castellano. Entiéndaseme bien: no que el andaluz sea patológico, sino que quienes no dejan de burlarse de él padecen de alguna suerte de atavismo fermentado contra lo que hablamos en Andalucía. Una especie de supremacismo del idioma, por utilizar un término desgraciadamente en boga para otros menesteres. Por ejemplo, para los resabios del señor Trump sobre la misma lengua de Cervantes.

Todo empezó desde que a Juan de Valdés, en pleno siglo XVI, se le ocurrió aquello de que en Andalucía “el castellano no está muy puro”. Desde entonces, las fuerzas aguerridas del centralismo lingüístico no han cesado de zaherir a nuestra forma avanzada del idioma -que es lo que es-, como si fuera un desvío, un uso dialectal para saineteros y otras especies de sal gorda. Hasta que cuajó el remoquete de “vulgar y gracioso”. Parecería simpático, de no ser porque desnaturaliza y agrede en lo más íntimo a quienes empleamos de ordinario esta forma del español meridional que, por cierto, sentó las bases del español de América, con trampolín en Canarias. Pero lo meridional ya se ve que no ha sido nunca bien visto por ahí arriba. Se me hace a mí que ya al conquense, a Valdés, no le hizo ni pizca de gracia que Antonio de Nebrija se adelantara a publicar la primera Gramática Castellana, en agosto de 1492, justo cuando don Cristóbal Colón emprendía la descomunal aventura del Descubrimiento; como si el sevillano hubiera presentido que había que pertrechar a nuestra lengua con una norma escrita, para la no menos descomunal expansión que acabaría teniendo, y tiene.

Mal que les pese a algunos, el andaluz es vanguardia del castellano, pues aplica rigurosamente dos principios básicos en toda lengua: la claridad y la economía. Claridad para expresar llanamente lo que nos apetece, y economía para hacerlo más breve. Se entiende que, desde la norma cortesana, se vea con recelo el ímpetu expansivo del andaluz, pues ya se sabe cómo acabó aquello del “latín vulgar”, es decir, el latín que hablaba la gente común del imperio, todos los días (y no lo que hablaba Cicerón): multiplicándose en un buen puñado de lenguas romances. No guarden cuidado por tal los celadores del castellano puro, que ya nos ocupamos los andaluces, los canarios, los mejicanos, los argentinos, los peruanos… de que la energía de la lengua de Cervantes se mantenga en los límites del entendimiento y se multiplique, también, en hermosas novelas y otras formas literarias.

Pues no hay modo de que algunos lo entiendan. Erre que erre, todos los días, contra el habla andaluza. Hasta el ínclito Artur Mas se permitió decir aquello de que “a los niños sevillanos no se les entiende cuando hablan”. Luego fue un estirado obispo de Salamanca, que no quiere que sus cofrades empleen en su Semana Santa términos de por aquí; y ahora un concejal madrileño, que quiere ridiculizar el habla de Susana Díaz, que desde luego se expresa en un sevillano estimable, con acierto comunicativo, aspiraciones y ahorro de consonantes. No me imagino qué puede tener de malo hablar bien lo que uno habla. Y por qué esa inquina con el andaluz. Yo que ellos, me lo haría mirar.

Antonio Rodríguez Almodóvar es académico correspondiente de la RAE en Andalucía

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