Muere la poeta Isabel Escudero a los 73 años
La escritora extremeña, compañera del fallecido Agustín García Calvo, insistió en una poesía cercana a la oralidad
A Isabel Escudero (Quintana de la Serena, Badajoz, 1944) los poemas le bajaban del aire en bandadas para comer de su mano. Por eso son breves. Por eso se remueven inquietos en una página, esa jaula de papel, hasta que viene alguien y, recitándolos, cantándolos, los lanza de nuevo hacia el cielo. Por eso todos pían, gorjean, crascitan, crotoran, silban: una algarabía sus libros se abran por donde se abran, una fiesta del canto común (de la razón común, de la razón desmandada), una reivindicación de esa libertad superior que consiste en tener la cabeza a pájaros (la que tienen los árboles y los niños; o don José Bergamín y don Antonio Machado; o los romances anónimos y las diversas manifestaciones del folclore). Isabel denominaba a esos poemas harapos, farolillos, candiles, aullidos, coplas libertarias, adivinanzas, olvidos, estampas, cantares, haikus, proverbios, mínimas, bromas, cifras, aromas, proverbios o juegos: las especies de su gran corazón ornitológico, a las que alimentaba con palabras nutritivas hasta que, y ese era su objetivo, pudieran independizarse de ella y desplegar las alas más allá de su vista.
Isabel Escudero fue profesora de la Facultad de Educación de la Uned, co-responsable de la mítica revista Archipiélago, compañera de Agustín García Calvo (Bebela, firmado por él y dedicado a ella, es uno de los más hermosos poemarios de amor de los últimos decenios, curioso y emocionante viniendo de alguien que escribió panfletos contra este sentimiento y contra su cristalización en la institución de la pareja) y autora de media docena de libros inagotables: entre otros, Fiat Umbra y Nunca se sabe, en la editorial Pre-Textos, Cifra y Aroma, en Hiperión, o Cancionero didáctico: cántame y cuéntame, publicado por la Uned. Pero fue, sobre todo, ese vilano con quien Miguel Ángel Velasco, otro prematuro contador de sombras, la comparó en una de sus composiciones: alguien hilada a su extravío, alguien que va “sin norte y sin afán” y alguien que, al cabo de todo, se fuga a “la nube, a su vilano/ mayor de hilada y copo”. Porque eso nos cuentan ahora, que a Isabel se la ha llevado una brisa (o un huracán, que es bien conocida su pasión contagiosa urbi et orbe), un soplo de tiempo y nada. Que se le ha roto el ábaco de los días. Que se ha marchado a visitar a los presocráticos y a los trovadores sin avisar de cuándo regresará.
Una desaparición en toda regla de quien se pasó la vida practicando el arte de desaparecer. En primer lugar, de desaparecer de las mayúsculas (Dios, Dinero, Poder, Sexo, Historia, Yo y, sobre todo, Literatura), cuyo poder de seducción resistió con actos de alegre heroicidad que sus próximos podrían relatar por cientos. Y en segundo lugar, de desaparecer de sus propios textos, a los que educó, como ya se ha dicho, para que no se dejaran encerrar en la cárcel de un Autor (o de una Autora), para que se posaran en otros tejados y en otras ramas. Isabel Escudero ha conseguido por fin ser la peña lisa de uno de sus poemas, que no criaba ni musgo (“que nada me suceda”, rogaba ella mientras lo miraba), y habitar lo que cuenta en otro: “Voto de pobreza:/ no tener/ ni idea”. Ya nada le va a suceder, ni siquiera una idea, a quien ha incubado y luego liberado muchas de las más espléndidas y hondas aves que ha dado la poesía española contemporánea. Y quién sabe si, metamorfoseada en una de ellas, un día se posa en el alféizar de alguno de nosotros. Habrá que estar atentos.
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