Entre la tradición y el nacionalismo ‘queer’
En los últimos 15 años ha habido un despliegue de ferias y galerías, así como una nueva generación de artistas que plantea un relevo
Hace un tiempo que el arte argentino anda desencontrado, mordiéndose la cola y preguntando por su identidad. Padece nostalgia: el ambiente artístico se cargó de proyectos que miran hacia tradiciones locales perdidas, que reivindican la ingenuidad, las labores artesanales y otras remembranzas de lo antiguo. Los artistas olvidados están en auge, los pintores de naturalezas muertas, los defensores de un arte cándido y sentimental vuelven a la primera plana. ¿Ese es el resultado de la explosión del arte contemporáneo? Tal vez fue el artista y comisario Santiago Villanueva quien inauguró esta sensibilidad con una muestra en 2011, un corte brusco de expectativas cuyo título era 1930 y que invitaba a una recreación del arte argentino de esa fecha. Los años treinta todavía no tenían la mala fama que tienen hoy en día, pero el título igual sonaba mal. ¿Quién quiere pensar en el pasado? ¿Qué importa la tradición o lo que hicieron ignotos artistas hace tantos años en esta misma ciudad? A nadie le importa: hacemos arte contemporáneo, fin de la cuestión. Ese era el estado de la moral artística cuando Villanueva hizo la muestra.
La epopeya del crecimiento
La feria arteBA había comenzado a funcionar a principios de los noventa, pero su periodo de mayor repercusión arrancó en sincronía con la crisis de diciembre de 2001. De repente, un país que se había mantenido fiel a la agenda de la apertura económica cambió de rumbo hacia la industria nacional y el proteccionismo. En sucesivas ediciones, a partir de 2002, la feria fue asumiendo la misión de desarrollar el arte argentino y generarle un mercado interno que le permitiera, a su vez, competir internacionalmente. Se le hizo costumbre invitar a comisarios extranjeros para generar “conexiones internacionales”, en un préstamo del lenguaje aerocomercial. Se las ingenió para privilegiar las expresiones más ligadas a otras tradiciones de la región: el neoconcreto brasileño, el neoconceptual mexicano… De ahí que uno de los periodos más internacionalizados en la historia del arte argentino coincidiera parcialmente con la agenda (potenciada por los Gobiernos de los Kirchner desde 2003) del nacionalismo económico.
Los menores de 30 invitan a una sensibilidad divergente para el ejercicio del arte: una sensibilidad morbosa e ingenua
A la sombra de una feria que se propuso “profesionalizar” el ambiente artístico de la ciudad y abrirle una plataforma auténticamente internacional, fue creciendo una generación con un manejo muy fluido de los aspectos comerciales del arte. La generación de Diego Bianchi, Luciana Lamothe y Adrián Villar Rojas, con el berretín de competir en las grandes ligas, comenzó a requerir espacios, presupuestos y escalas que las modestas galerías porteñas de ese momento no tenían. Los tres son escultores, los tres abusan cuando pueden del tamaño y los tres tienen hoy galerías que superan en metros cuadrados a una cancha de básquet. Pero eso también es cosa nueva.
El crecimiento de la escena del arte contemporáneo fue generando un tautológico desencuentro con el pasado. La cultura del arte se volvió parecida a la de los entrepreneurs: el modelo necesita que todo empiece de cero y para eso la memoria debe licuarse. Así fue que las galerías de Buenos Aires comenzaron a migrar de la histórica zona de Retiro rumbo a nuevos barrios y mayores espacios. Hasta la más tradicional, Ruth Benzacar, intentó recomenzar a lo grande en un espacio vacío de recuerdos.
Piruetas de ultramar
“Soy internacionalista en todo, menos en el arte”, declaró una vez Marcelo Pombo, una de las figuras de la escena argentina desde la década de 1990. La frase, dicha en un contexto universitario, comportaba una crítica, pero también tenía algo de pose insostenible: el nacionalismo estético apenas quiere decir algo en una tradición como la argentina, atravesada por las importaciones artísticas ya desde un legendario embarco de cuadros franceses y españoles traído al país por Manuel José de Guerrico, en los albores del arte nacional, en pleno siglo XIX. La de 2000, entonces, es apenas otra generación que se encuentra absorbida por el empleo de lenguajes probados en otras geografías y por el deseo de conquistar mercados de ultramar.
Cuando inauguró la última documenta, en 2012, faltaba un meteorito en la Friedrichsplatz para colmar estos anhelos internacionalistas. Los artistas Guillermo Faivovich y Nicolás Goldberg, que estuvieron años investigando el repertorio local de meteoritos de Campo del Cielo, ya desde 2010 eran la cara visible de la propuesta curatorial de Carolyn Christov-Bakargiev, que de hecho los mencionó en las primeras líneas del catálogo. La apuesta era alta: la documenta consagrada a la investigación artística y a reflexionar sobre el antropoceno quería tener una apertura contundente en la bultosa piedra estelar al aire libre. El meteorito nunca pudo viajar, por problemas políticos internos, y esas primeras líneas del catálogo quedaron como testimonio de un fiasco. Pero las ambiciones del arte argentino de meter cuchara en la escena internacional siguieron intactas. Hasta que una generación más joven tomó el relevo y suplantó el internacionalismo normativo por una especie de nacionalismo queer.
Orgullo y nación
En 2016 coincidieron dos exposiciones que actuaron como un espejo intergeneracional. La primera fue la de Diego Bianchi en Barro, una de las nuevas galerías estilo galpón. La muestra, bizarramente monumental, era una celebración no sólo de los logros personales de Bianchi, sino del crecimiento material que alcanzó el arte argentino. Diez años le llevó a Bianchi, y a la industria del arte en Buenos Aires, pasar de una galería diminuta en un recodo del céntrico Pasaje Tres Sargentos a una de las muestras más voluminosas y mejor producidas de la década.
Por la misma época, el colectivo BásicaTV hizo su primera muestra individual en La Ene, un pequeño museo “independiente” ubicado en el centro de la ciudad. Los BásicaTV (el trío que forman los artistas uruguayos Emilio Bianchic, Luciano Demarco y Guzmán Paz) desplegaron sus propios signos de nostalgia no por un pasado estrafalario, sino por una cultura artística imbuida de inocencia, levedad y sentimentalismo adolescente. Meses después, el trío de jovencísimos artistas volvió a dejar fluir su fantasía entactógena con una muestra colectiva consagrada a los híbridos entre animal, humano y artista, de la que participaron algunos artistas amateurs, varios artistas consagrados y un perro, Lenny, todos en condiciones de igualdad. La muestra se llamó Zootopia, y tenía el mismo orgullo infantil que la película de Disney. Villanueva y los BásicaTV son todos menores de 30 e invitan a una sensibilidad divergente para el ejercicio del arte: una sensibilidad menor, morbosa e ingenua, más afín a un perro alegre que a un meteorito grave e impávido.
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