Un Trump en el Vaticano
'El joven Papa' es una muestra imperfecta del potencial de las actuales series de TV
Aviso: contiene spoilers
No hace falta que lo jure. Evidentemente, Paolo Sorrentino no pensaba en la irresistible ascensión de Donald Trump cuando rodó El joven Papa. Hoy, sin embargo, imposible abstraerse del déspota de Washington cuando contemplamos los destrozos provocados por el ficticio Lenny Belardo en el Vaticano. Un guapo cardenal estadounidense que asciende a la silla de San Pedro como solución de compromiso al empate entre facciones eclesiásticas.
Encarnado por un Jude Law en estado de gracia, el recién elegido Pio XIII rompe con el (relativo) consenso que rige la política vaticana desde los años sesenta. A pesar de su juventud, es más ultramontano que los cardenales del ala conservadora. Nada de ecumenismo o tolerancia. No hablemos del aborto o la eutanasia: quiere expulsar a todos los curas homosexuales; en el colmo del delirio, pretende pasar por un filtro a los aspirantes al seminario, para que no se cuelen semejantes inclinaciones.
Como Trump, ignora el ABC de la economía: prefiere tener una Iglesia orgullosa y aislada, aunque arruinada. Rechaza el merchandising y la promoción de su persona: aspira a ser invisible y, en una discusión, argumenta que su postura está avalada por la leyenda desarrollada alrededor de J. D. Salinger, Banksy o Daft Punk.
Para tratarse de un carca iracundo, Pio XIII revela una sorprendente cultura pop. Se proclama desde la careta de la serie, con una poderosa versión instrumental del “All along the watchtower” dylaniano. Por cierto, o Sorrentino ha tenido mucha suerte o realmente pensaba en Bob Dylan cuando hace decir a un escritor respecto al premio Nobel: “Desafortunadamente, han cogido la costumbre de dárselo únicamente a los que no lo quieren”.
Algunos de los guiños revelan el origen napolitano del propio Sorrentino: las piezas de Pepino di Capri, Roberto Murolo o Bruno Bavota, la pasión por el Napoli FC. Otros son detalles de brocha gorda: mientras el Papa se viste para apabullar al Colegio de Cardenales, suena el “Sexy and I know it”, de LMFAO. Ignoro si obedece a una vulgar cuestión de derechos o si el director se ha arrepentido pero el tema no aparece en el doble disco que contiene la extraordinaria banda sonora.
Como en anteriores películas de Sorrentino, el fondo musical abarca desde angustiadas partituras contemporáneas a la electrónica de colmillo fino, con margen para los caprichos. En visita oficial, la primera ministra de Groenlandia regala al Papa un (imposible) single de vinilo de la cantante toscana Nada. No se explican los motivos, aparte de un letrero final que menciona una supuesta pasión por el baile de los groenlandeses (¡!). La canción, una joyita anhelante de 2004 titulada “Senza un perché”, domina el capítulo 4º y, en la vida real, se disparó a lo alto de las listas italianas.
El joven Papa ofrece tal encadenado de chistes, provocaciones y masajes audiovisuales que el espectador puede dejarse arrastrar sin advertir las trampas. El argumento tiende a lo espasmódico, lejos del tapiz denso de los guiones made in USA, donde se ata cada cabo y parecen haber psicoanalizado previamente a los personajes. Aquí, lamento avisar, abundan los tiempos muertos. No se sostiene el Macguffin del paradero de los padres de Lenny. Sabemos que es un narciso egoísta pero, caramba, desaparece su íntimo cómplice y luce imperturbable; la misión de monseñor Gutiérrez (Javier Cámara) en Nueva York resulta un disparate.
Sin embargo, las objeciones se desvanecen ante escenas tan arrolladoras como el choque dialéctico entre Pio XIII y el audaz primer ministro de Italia, trasunto de Matteo Renzi, que luego resume al contrincante con un furioso “este Papa es diabólico”. Una galaxia de deslumbrantes secundarios enriquece este festín para los sentidos. Otros pueden buscar el sustrato teológico: aquí disfrutamos con una farsa que esconde su aguijón venenoso.
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