‘Crescendo’ de la desolación
Rodríguez y Lezón hacen de la tristeza un material vivo y de alto voltaje ante un Circo Price fascinado
Ricardo Lezón y Ramón Rodríguez no son dos almas en pena. O no necesariamente, aunque su condición de hombres sensibles los haga buenos conocedores del dolor y la tragedia. Tampoco acaba de encajarles otra vertiente anímica muy recurrente, la de almas gemelas, pero al verlos compartir escenario solo cabe pensar que cómo no se les había ocurrido antes. Ni a ellos ni a los 900 espectadores que los escudriñábamos este viernes desde un Circo Price demediado pero absorto, expectante en su fascinación.
El líder de McEnroe y el hombre que firma como The New Raemon ofrecieron un concierto a ratos taciturno, pero nunca exento de esperanza. Ni de sorna. Ni, sobre todo, de pálpito. No son dos pasmarotes que transitan por la vida sin sentir ni alterarse. Y de su capacidad para observar y para sufrir proviene la belleza de un repertorio que, en esta inesperada confluencia, se ha complementado y engrandecido.
No, Ramón y Ricardo no pasarían por hermanos en un congreso de fisonomistas ni en el diván del psicoanálisis. Mientras este último se aferra a la introspección y la angustia, su socio barcelonés tiende más al colmillo afilado y la andanada. Pero sus miradas, al cruzarse, multiplican los ángulos de observación y dibujan un paisaje riquísimo. Por donde no llega el pincel de uno se adentra la paleta del otro. Y los cinco músicos que los escoltan en semicírculo apuntalan un discurso resuelto. Era solo su cuarto concierto y a la pareja protagonista le revoloteaban colonias de mariposas por los estómagos. No lo pareció: la maquinaria es a la vez rotunda y exquisita (¡esa marimba de Marc Clos!). Ahora solo falta que se corra la voz.
El tándem se vale de unas gargantas singulares, tan características como dispares entre sí, y ha añadido una notable habilidad para enhebrar lemas certeros como muescas de puñal. “Basta un cretino para ponerte los pelos de punta”, anota Ramón en Montañas. “La gente habla y todos mienten”, abunda en Pódznychev mientras su compinche refrenda: “No puedes romper lo que ya está roto” (La carta). La poética se enturbia en un crescendo de la desolación que cuenta hasta con la complicidad de la meteorología, destemplada y lluviosa. Eso es: quizá Rodríguez y Lezón tengan algo de chamanes del indie, ahora que reparamos en ello.
Ricardo habla de corazones descascarillados, muy particularmente el suyo. Pero sus canciones, que parecen sencillas y torturadas, no encallan en el tópico. Sucede con Barcos, que brota como lamento arpegiado pero se acaba encolerizando en una espiral muy bella. O con Gracia, que es un gran melodrama (“como todo lo que hacemos”, asumen) pero adquiere un brío muy cercano al de The Cure hacia 1985. Ramón tiende más al mensaje críptico, culterano y, a ser posible, cáustico. Pero luego es capaz de crear una maravillosa canción de amor a los pájaros, Lluvia y truenos, que sirve de título para este primer proyecto conjunto. Y que rivaliza en belleza con la otra pieza relativa a la fauna, Por fin los ciervos, seguramente entre las tres o cuatro páginas más afortunadas que haya escrito nunca Ricardo.
No hubo bises, sino el añadido de cinco temas al margen del álbum común. Las propinas tuvieron el encanto de la promiscuidad: el uno coge el repertorio del otro o incorpora Campos magnéticos, de Viento Smith, banda paralela de Lezón. No son los más alegres del lugar, pero la congoja de estos dos hombres merece pódium en el más reciente rock alternativo alumbrado en este país.
Babelia
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