El valor del olor
El olfato apenas cuenta en el arte ni en la tecnología

La escritura no huele, el dibujo no huele, la televisión, el teléfono, las redes son inodoras.
Este defecto de comunicación sólo suplido en algunas performances y exhibiciones de grandes perfumistas no ha encontrado ninguna compensación real. Mientras lo audiovisual llega hoy hasta los últimos resquicios y escudriña los entresijos más ínfimos, el olor apenas cuenta en el arte y muy poco en la tecnología.
¿El mundo es un inodoro? Poco más o menos un universo que, precisamente, no ha sabido o no ha podido incorporar en sus comunicaciones el sentido más penetrante del conocimiento y la emoción.

En el LABoral de Gijón se celebró hace poco una muestra en la que algunos cuadros —de Tàpies o de Hirst— olían pero, en suma, era una superposición. El cuadro era una pintura rociada de esencia. No era la esencia ni el objeto en sí.
Esta carencia desacreditaría cualquier ambición —vanguardista o no— por alcanzar el arte total. Mientras el cuerpo se representa exhaustivamente, por dentro y por fuera, en la óptica o en los audios más agudos, el olor permanece en estado salvaje y el olfato en un ayuno que lo demedia. El proyecto de crear películas u ordenadores con perfusiones a partir de depósitos líquidos ha sido decepcionante y casi relegado.
Pero un filme sin olor es hoy igual a una cinta muda de antes. Ahora dialogan los actores, cantan, suena la música pero no se percibe el efluvio ambiental, ni en la oficina, la pradera o la prisión. Y, sin embargo, el olor es, literalmente, la esencia. Esencia de carnes y de sus auras. Esencias de la excrecencia, del festín o del hospital. Calidades del ser que todavía en la actualidad no se representan. No nos representan. Exudación de personas, hoteles, calles u oficinas ausentes de la transmisión.
Una transmisión que mediante el olor se revelaría elocuente sin decir palabra. Una suerte de fantasma o ángel al estilo de la inmaterialidad del alma o de la inspiración. Y la respiración. Emanación que actuaría como un soplo aromático, central y sin reemplazo.
Sin tacto, sin ojo, sin voz. El olor brinda una oferta sin remedo porque sólo mediante su testimonio puede descubrirse al ser sin antifaz.
No obstante, como un sortilegio, el olor permanece en un rincón de la estética. Sentido sin aparente musculatura plástica pero con más potencia persuasiva que la forma, la melodía , la sintaxis o el color.
He aquí, el valor de este silencio funcional. Con él se constituyeron las pocas obras que hasta ahora se han ensayado, y en las cuales el olor sintetizaría, sin disfraces, todas las bellas y las feas artes. Escolanía de recursos que hoy, cuando ya todo se explota, queda todavía por excavar.
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