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GENTE SINGULAR | Angel Sánchez Harguindey
Columna
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El rostro humano de aquel diario EL PAÍS

Manuel Vicent
Ángel Sánchez Harguindey.
Ángel Sánchez Harguindey. JORDI SOCIAS

No hubo una señal luminosa en el cielo cuando nació, como acontecía con algunos santos y héroes de la antigüedad, pero en este caso sucedió un hecho, tal vez, más prodigioso. La noticia de que el niño Angel Sánchez Harguindey acababa de llegar a este perro mundo en Madrid, el 10 de noviembre de 1945, la dio el diario Abc recuadrada con un hermoso corondel. Hubo un tiempo en que nadie de buena familia se moría de verdad hasta que no aparecía su esquela en Abc,por el contrario, nadie que no demostrara con un buen aval que nacer era una bendición de Dios merecía que ese diario publicara su natalicio. El aval lo dio el tío del niño, el doctor Sánchez Harguindey, que era director de la maternidad de Santa Cristina, una clínica de abolengo, en la que asistía a partos de alta cuna, entre ellos los de la duquesa de Alba, y a muy pocos de baja cama, como cantaba Cecilia.

Hijo de una madre moderadamente religiosa y de un padre moderadamente laico, el chaval creció sano y espigado en las calles de Oviedo, donde estudió el bachillerato en el instituto Alfonso II el Casto. Hay que imaginarlo con 16 años, hecho un rebelde sin causa a lo James Dean, en medio del tedio explosivo de las tardes de domingo provinciano, aunque sin Porsche para estrellarse todavía.

A mediados de los años sesenta, con la dinamita de Miguel Hernández y Bertolt Brecht en la mochila, Ángel Sánchez Harguindey llegó a Madrid, como otros jóvenes, a llevarse la vida por delante y para eso se matriculó en Ciencias Políticas en la Complutense, en cuya cafetería, no en el aula, le fue ofrecido el catálogo de todas las organizaciones radicales posibles para salvar a la humanidad.

Nuestro héroe eligió la FUDE, de orientación prochina, compuesta por muchos afiliados que habían pasado directamente del Corazón de Jesús al corazón de Mao, pero no era este el caso. El menester diario consistía en asambleas, panfletos, manifestaciones, asaltos al despacho del decano, pedradas a los guardias, que conllevaron siete detenciones en la Dirección General de Seguridad y juicios absolutorios en las Salesas. Mientras Raimon, en mayo del 68, cantaba en la Facultad de Económicas que no había que creer en las pistolas, al lado del joven Harguindey un camarada maoísta, que después sería droguero, gritaba que en las pistolas no, pero sí en las metralletas. Al final, nuestro héroe fue expedientado y tuvo que abandonar la universidad. Se matriculó en Periodismo en la Escuela de la Iglesia porque no pedían antecedentes policiales ni penales.

Había que cumplir todos los ritos. Un par de veranos en París sin un duro. Limpieza de oficinas a las seis de la mañana, lavaplatos, algunos robos de libros y pérdida de la virginidad con una italiana, que todavía debe acordarse de todos sus muertos, según confiesa, por lo desastroso del encame. Detenido por tocar la guitarra y cantar mal en la calle con una gorra a los pies, una noche en el talego y vuelta a Madrid.

Y así hasta llegar a las puertas de Damasco, que en este caso era la costa de Granada, donde la caída del caballo fue la superhostia que se pegó con el Citroën Dos Caballos, sin carné contra un camión, en diciembre de 1967. Durante los meses de hospitalización en la Milagrosa de Madrid tuvo tiempo para una reflexión, acompañada de lecturas placenteras, que le fueron alejando progresivamente de la verdad revolucionaria. La sección de nervio ciático y la pérdida de movilidad del pie izquierdo lo dejó imposibilitado para correr delante de los guardias, pero, en cambio, le concedió una elegante cojera a lo Byron, que causaba estragos en algunos corazones femeninos. Al darle por inútil total para el servicio militar, el coronel médico le comunicó que ser cojo le impediría también ser ministro; en compensación, con los años ha adquirido una figura de caballero que en cualquier establecimiento donde lo veas parece que sea el dueño o, al menos, que lo puede comprar.

Después de colaborar esporádicamente en diversos medios, Sánchez Harguindey, en marzo de 1976, entró en EL PAÍS desde el número cero. Si este periodista está expuesto en esta galería de gente singular es porque constituye un referente de la evolución de este periódico a lo largo de 40 años de historia. Aquella rebeldía estudiantil, los mitos de la contracultura, los ritos de la Transición, el desencanto, la movida, la droga y el rock and roll, Almodóvar con las tribus urbanas, artistas, pintores, cineastas, intelectuales y escritores fueron cernidos por este periodista entre el elitismo y el glamour desde las páginas de Cultura, El País Semanal, Babelia y Opinión. Por ellas han pasado sus maestros Berlanga, Azcona, Benet, García Hortelano, Sánchez Ferlosio y Caro Baroja. Cuarenta años de historia de este periódico se pueden sintetizar en un rostro. Ha habido otros tan singulares como el suyo en la Redacción, pero de este dijo Javier Pradera: “Angel Sánchez Harguindey es el rostro humano de EL PAÍS”. Y vedlo aquí ahora con una imagen que está entre John Houston y Agamenón.

 

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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