La desprotección de la arquitectura moderna
Si no se define cuándo un edificio deja de ser bien de consumo y se convierte en patrimonio seguirá primando el interés económico
Mientras la antigüedad pese más que la calidad, la arquitectura moderna continuará desprotegida. Ha vuelto a suceder: unos estudiantes de la Universidad de Alcalá —a los que su profesor envió a dibujar la Casa Guzmán de Alejandro de la Sota— se toparon con que una vivienda de tres plantas con cubierta amansardada la había sustituido. La lección de arquitectura fue inesperada: la delicadeza con que la casa de De la Sota jugaba con los desniveles del jardín no convenció a alguien que la había habitado: fue Enrique Guzmán hijo quien decidió su demolición.
Tan abstracta como arraigada en el terreno, la casa construida a principios de los años setenta en la urbanización Santo Domingo de Algete (Madrid) era poco más que un zócalo coronado por un prisma. Hacía más bandera del buen vivir de sus habitantes —con zonas de sol y sombra y cercanía a la vegetación— que de una rentable ocupación del terreno. En la línea de otras obras modernas —como la casa Moratiel que Josep María Sostres levantó en Barcelona en 1955—, y en comunión con diseños posteriores —como la Casa Blas que Alberto Campo Baeza construyó hace una década cerca de Madrid— la Casa Guzmán bebió de la cultura arquitectónica universal. Así, la famosa ventana en esquina de la biblioteca era una deuda con la fábrica Fagus que Walter Gropius construyó en Alemania.
La mejor arquitectura hace eso, aprende. Consigue además ubicarse fuera del tiempo y, por lo tanto, alejada de la naturaleza perecedera de las modas. Sin embargo, tanta sutileza no parece vacuna suficiente para asegurar su conservación como patrimonio cultural. Por eso cabe preguntarse cuándo una obra arquitectónica pasa de ser un bien de consumo a convertirse en patrimonio y, por lo tanto, en un bien a proteger. Eso es lo que piden los arquitectos, que se defina esa condición.
Dada la ingente cantidad de notables arquitecturas recientes, la falta de urbanistas dedicados a catalogar y la preponderancia del valor económico por encima de cualquier otro, es posible que, de ampliarse la normativa para protegerlas, eso suceda cuando los mejores edificios sean ya solo un recuerdo fotográfico.
Hay quien defiende esa memoria de papel y prefiere destruir que alterar, pero lo que sucede en otras culturas —que ven cómo edificios con valor artístico se convierten en sedes representativas o en monumentos turísticos— ofrece una opción más constructiva. ¿Cómo modificaría esa cuidadosa protección a la propia arquitectura? ¿Quieren los usuarios viviendas inalterables? Ante cualquier duda es oportuno recordar que no es ni el nombre de un autor ni siquiera su ambición lo que convierte la arquitectura en un bien cultural. Es la capacidad propositiva de una obra para abrir caminos, ofrecer soluciones y mejorar la disciplina lo que la corona y, consecuentemente, debería protegerla. Se puede tratar de construir una obra con valor cultural, pero sólo el tiempo es capaz de juzgar esa aportación. Efectivamente, se necesita tiempo para valorar. Pero también es clave llegar a tiempo de conservar si no se quiere vivir de recuerdos y lamentos.
Babelia
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