Ya lo decía Javier Krahe: ‘Que sepáis que no tenéis razón’
18 Chulos, el sello que el cantante fundó con amigos como Carbonell, Segura o Wyoming, edita 'Zozobras completas', una compilación comentada de sus canciones
No le gustaban las biografías. A Javier Krahe, de las muchas que tuvo y leyó de Brassens, faro que le hizo compositor de canciones, solo le llamaron la atención un par de datos: que siempre se moviera en vespa y que, cuando era ya famoso, al enterarse de que pretendían derribar el barrio en que vivió de pobre, lo comprara y se lo regalara a los vecinos. Por eso las Zozobras completas que han editado 18 Chulos, sus amigos, el sello que fundaron juntos, no intentan ser más que una compilación pulcra, ordenada y comentada de todo su trabajo. Porque una biografía de Krahe habría sido sacar un retrato robot —una cara que podría ser Krahe o Don Quijote—, exponer un cuerpo inánime al que se le hubiera escurrido el alma por los pies. Repetía, según Javier López de Guereña, su guitarrista durante tres décadas, que no era la vida, ni momentos ordinarios, ni saltos, caídas ni trompicones, lo que debía importar de un artista, sino aquello en lo que puso su esfuerzo. “Cualquiera que quisiera contar la vida de Krahe tendría que acudir a mí y, lástima, tengo una memoria terrible”, sonríe López de Guereña.
Pablo Carbonell sí se atreve a rescatar una vespa y un barrio regalado de lo que sabe de Krahe, un par de anécdotas ejemplificantes sobre quién fue. La primera, sobre “lo más bonito que le contó su madre”. Krahe tenía un tío con el que compartía nombre, un tío marino que pasaba largas temporadas de viaje y que, cada vez que regresaba a casa, organizaba una fiesta. Volvió de China con dos jarrones pintados a mano y los colocó en un gabinete junto a la entrada. Una invitada, bailando, chocó contra uno, que cayó y se hizo añicos. La orquesta, pues había una, dejó de tocar, y tal como recuerda Carbonell que lo recordaba Krahe, todos se quedaron paralizados. Entonces el tío marino dijo: “Todavía queda otro”, y agarró el segundo jarrón y lo estrelló contra el suelo. De la risa resultante, de su madre contándoselo, especula Carbonell, aprendió Krahe esa forma tan suya de mirar y de reírse de todo. La segunda es una historia de la mili. Habían salido los reclutas a hacer maniobras en el campo y, mientras un mando explicaba cómo se cargaba un obús, le estalló, matándolo en el acto. Dieron orden de formar, de volver al cuartel y, durante el trayecto, Krahe se puso a cantar una marcha. Le advirtieron varios compañeros del paquete que le caería y el sargento le gritó que abandonara la fila: “Un soldado español no le tiene miedo a la muerte. Usted véngase conmigo a la cantina —le dijo a Krahe—; el resto, 20 vueltas al patio”.
Brassens ganó el Gran Premio de Poesía de la academia francesa en 1967 reclamando ser chansonnier, letrista; si alguien hubiera tratado de premiar a Krahe como poeta, indica el músico Pepín Tre, habría huido despavorido como de cualquier lisonja. “Yo hago canciones”. El escritor Miguel Tomás-Valiente explica que Krahe tuvo esa diatriba consigo mismo, si lo que hacía era poesía o no, y que argumentando llegó a la conclusión de que cuanto componía estaba constreñido a la métrica y la brevedad que imponía algo que se tenía que interpretar encima de un escenario. De su rigor hablan todos con palabras casi idénticas: Pepín Tre y Joaquín Sabina, Santiago Segura; “era un orfebre”, “desechaba canciones casi acabadas por una mala rima”… Era estricto, severo con lo único que se tomaba en serio. Escribir canciones era su forma de discurrir, de averiguar qué pensaba a propósito de un tema. López de Guereña pone como ejemplo la desilusión que sintió Krahe cuando terminó Hay democracia: “la poca salud y transparencia del sistema le laceraba, pero no extrajo conclusión más allá de su actitud abstencionista”. Y, de igual modo, solía aplicar el mismo baremo a lo que tenía en derredor: desayunando, se enardecía primero y se reía después cada vez que el titular de un periódico era impreciso; con cada artículo que daba cifras sumaba, restaba o le calculaba la tangente, si era necesario, para comprobar que las cuentas rara vez cuadraban.
Krahe, mal que le pese, fue un poco escritor. Compuso sonetos por divertimento, prólogos, un libreto de zarzuela al alimón con Gastón Segura y hasta un guion que se perdió. Lo enumera Guereña; Santiago Segura lo desconocía pero no evita preguntarse en alto: “¿Te imaginas un proyecto escrito conmigo por el amigo Krahe? Saldría un disparate. Lo mejor serían las cenas para discutirlo”. Su guitarrista lo visitó en Zahara de los Atunes un 11 de julio de 2014, un año y un día antes de su muerte, y sospecha que estaba usando ese reposo para pergeñar una novela corta. Carbonell está seguro de que ya lo había hecho antes: “Un día me contó que acababa de destruir una novela pornográfica. La había escrito para él y no quiso que la viera nadie”.
Quién era Javier Krahe, haciendo caso a los chulos, a sus amigos, se entrevé en sus canciones, decantación de su capacidad de tener la última palabra. Cree el Gran Wyoming que escuchándole podía perderse el hilo, que esa es la virtud de poder leerle ahora. Pepín Tre concuerda, y grita al auricular “Drippppta”, tratando de imitar su cantinela e interrumpiéndose con su propia risa. ¿Quién era Krahe? Ellos responden: un tipo generoso, tanto como para repartir siempre a porcentajes iguales con sus músicos, cuando ganaba mucho y cuando ganaba menos; un ingenio sagaz, un hombre cuyo hábitat era una conversación de bar. También alguien políticamente incómodo: el primer artista censurado en democracia (por Cuervo Ingenuo, “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”); al que tres décadas después de cocinar un cristo le persiguieron los togados. Pero de eso que traten quienes, después de todo, intenten una biografía. Solo una recomendación, casi una exigencia, por parte de López de Guereña: Habría de llamarse Que sepáis que no tenéis razón.
Babelia
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