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MIRADOR
Columna
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Krahe

Javier fue un juglar moderno y, más que un compositor de canciones, un poeta de la noche y de la vida

Julio Llamazares

Durante años he tenido el privilegio de compartir las noches de los lunes tablero de ajedrez y barra de bar (la del Café Estar del barrio de Malasaña, en Madrid) con Javier Krahe, una de las personas más singulares que he conocido en mi vida. Si en el ajedrez su capacidad variaba en función de los whiskys que hubiese tomado ya, en la conversación de barra de bar, esa modalidad tan difícil de la dialéctica entretenida entre personas del mismo o distinto sexo, su brillantez aumentaba, por el contrario, con el alcohol. Pedro Sauquillo, el impasible barman de un bar que vive sus últimas horas por la inminente jubilación del dueño y compañero y amigo de Javier Krahe desde tiempos históricos, puede dar fe de la inteligencia, capacidad de fabulación y de sorprender, rapidez de reflejos y originalidad de pensamiento de un hombre que, más que cantautor, fue un juglar moderno y, más que un compositor de canciones, un poeta de la noche y de la vida. Qué más quisiera que serlo yo también para poder reproducir una de aquellas conversaciones de madrugada que derivaban bastantes veces hacia el monólogo ante la incapacidad del resto de los presentes de seguirle el ritmo a Krahe tanto en la originalidad de los puntos de vista como en la variedad de los temas de conversación, sobre todo a medida que la noche iba avanzando.

Como habrá muchas personas que hoy y los días que seguirán contarán su trayectoria como músico, como persona y como personaje como consecuencia de su muerte ayer en Zahara de los Atunes, su retiro veraniego frente al mar, que es por lo que también escribo yo esta canción sin música, me limitaré a recordarlo como él hacía con los clientes del bar que también murieron o que desaparecieron para siempre en las brumas de la noche: con escepticismo y sin ningún énfasis, pidiendo una nueva copa y el tablero de ajedrez y brindando con ellos por la vida y por la muerte, esas dos caras de una moneda que todos llevamos en los bolsillos desde que nacemos y con la que vamos pagando mientras vivimos el tiempo de nuestra existencia hasta que se nos acaba del todo, como a Krahe ayer frente al mar de Cádiz. Y, eso sí, me gustaría pedir a quien corresponda, familiares o autoridades o simples amigos o admiradores, que, a modo de recordatorio, en algún lugar de Madrid, la ciudad que tanto vivió, se pusiera una placa con los dos versos que mejor definieron a Krahe como personaje y que todos deberíamos aprender de memoria para que el fracaso no se nos suba a la cabeza nunca: “Y yo que perseguía la gloria de Cervantes / heme aquí, en la glorieta de Quevedo”.

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