El museo ya no es un mausoleo
La programación de los centros de arte incorpora la pulsión por 'experiencias únicas' que seducen al público: desde sesiones de meditación hasta espectáculos de danza.
Disfrutar de “la serenidad” que proporcionan Los nenúfares de Monet o encontrar el espacio para la “reflexión personal” ante los cuadros abstractos de Agnes Martin es parte del reclamo con el que el MoMA de Nueva York anuncia su flamante programa Quiet Mornings (mañanas silenciosas). El primer miércoles de cada mes, el museo abre sus puertas a las 7.30 e invita a los visitantes a una sesión de meditación conducida por un maestro del budismo. Si se busca algo más enérgico, el Museum Workout (el entrenamiento del museo) de la compañía de danza Monica Bill Barnes & Co., en el Metropolitan Museum, propone “un viaje físico e interactivo” por el museo a ritmo de música motown y disco. ¿Quién dijo que en esta era vigoréxica caminar era todo el ejercicio permitido entre las obras de arte? ¿Por qué discriminar las sentadillas y los abdominales?
Más allá de la ironía implícita en la obra de la coreógrafa Barnes, las iniciativas de estos centros museográficos estadounidenses parecen demostrar que su rol fundamental ha pasado en las últimas décadas del cuidado y la protección del arte a centrarse en la experiencia del visitante.
Las pantallas y los clics que inundan la vida contemporánea vuelven más urgente el arte vivo, efímero, único. Más de medio millón de personas se sentaron —una tras otra— y sostuvieron la mirada de Marina Abramovic durante la retrospectiva The Artist is Present (en presencia de la artista) de 2010 en el MoMa. Ese mismo año, Tino Sehgal llenó la espiral del Guggenheim de inquisitivos jóvenes que entablaban conversación con los visitantes.
En los últimos años, performance y danza han entrado con una fuerza desconocida en los museos. El reto que plantea la preservación de las obras hizo que se mantuvieran en los márgenes (salvo en centros pioneros como el Walker Art Center). Ahora han llegado al núcleo mismo de la experiencia museística: los proyectos de las ampliaciones incorporan estas formas artísticas (la Tate o el nuevo Whitney son dos buenos ejemplos).
“La danza va tomando otros espacios públicos fuera de los teatros y los transforma”, explica el coreógrafo francés Boris Charmatz, cuyo Musée de la Danse ocupó el domingo pasado durante cinco horas el Museo Reina Sofía de Madrid. Charmatz reivindica el papel que los creadores están llamados a desempeñar en su Manifiesto por un museo de la danza — “investigadores, coleccionistas y comisarios participan en la vida del museo, pero son ante todo los artistas quienes, con su hacer, lo inventan”—. Su pieza 20 Dancers for the XX Century (20 bailarines para el siglo XX) provocaba el encuentro fortuito, por ejemplo, con Ashley Chen, que trabajó con Merce Cunningham y animaba a los visitantes a aprender una serie de movimientos básicos del legendario coreógrafo rodeados por las esculturas minimalistas de su contemporáneo Richard Serra. Una planta más arriba, Olga Pericet taconeaba y creaba figuras del flamenco dando la espalda a los cuadros de Juan Gris.
El pensador Theodor Adorno escribió que “museo y mausoleo están conectados por algo más que una mera asociación fonética. Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte”. Visto así, parece que ha llegado la hora de bailar junto a las tumbas. Pero no faltan voces que agitan la interminable reflexión teórica acerca del papel de los museos. Mieke Bal solo pide que haya bancos en las salas que animen a mirar con calma la obra de arte porque “las exposiciones no han cambiado lo suficiente, la mayoría son monográficas y cronológicas, algo muy poco interesante”, declara la profesora y autora de Tiempos trastornados. “Solo mirar lleva tiempo, y yo estoy en contra de la linealidad de la historia que los museos proponen”.
En las páginas de la publicación conservadora The New Criterion, el crítico James Panero alerta: “Los museos han dejado de ser sobre algo para ser para alguien”. Pero puede que simplemente se hayan abierto a la calle y en sus salas y pasillos se exprese no sólo el pasado —idealizado, reevaluado, criticado o reconstruido—, sino también el presente contradictorio y plural. El viejo debate que enfrenta el espacio sagrado a la inclusiva plaza pública no ha perdido fuerza. La clave está, según el director del Museo Reina Sofía, “en no concebir al público como una masa homogénea”, como recoge Marcelo Expósito en el libro Conversación con Manuel Borja-Villel. La voz de los museos es y será multidireccional.
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