Nuevos destinos sin más
Fallece repentinamente el poeta madrileño Adolfo Cueto
La repentina desaparición del poeta Adolfo Cueto (Madrid, 1969- 2016) ha llevado a amigos, poetas o críticos a explicar los límites del hombre más allá de su poesía. Y ese discurso cuando se trata de un hombre que antepuso vivir como poeta a vivir como persona, que limitó su espacio al espacio reducido y austero del poema, que sólo buscaba dar continuidad a lo conmovedor y a sus aristas menos amables, se antoja —si no precario y torpe— difícil.
Incidía Cueto en todos sus libros, en cualquier sobremesa, en su ascendencia asturiana, sin por ello dejar de ser un madrileño de los que hacen capital, con su temple y porte de torero fino, y su elegancia en las formas, entre lo vivaz y lo melancólico. En su casa casi periférica, alejado de lo bucólico, escribió sus poemas de naturaleza dialógica con lo bello y lo apocalíptico: “Y, un instante, miramos: pero ahí no hay nadie, nada. Sólo estos rascacielos”. Esa naturaleza tranquila, esa soledad estética, se trasladó a su destino reducido siempre al poema, a su verdad naciente. Publicó su primer libro, Diario mundo, a la edad de los que centran su atención en el lenguaje y no en los ecos, cuando tenía más de treinta años; hasta no entrado en los cuarenta no ofreció su segunda entrega en firme, Palabras subterráneas (Renacimiento, 2010). Y a partir de aquí libros y premios que solidificaron su voz personalísima, su obsesión por el poema. Con Dragados y construcciones (Visor, 2011) obtuvo el Premio Alarcos, fallado en Asturias, que fue una confirmación con esos orígenes reivindicados, ante su memoria, ante sus padres. Y con Diverso.es (Visor, 2014) obtuvo el Premio Ciudad de Burgos, con un jurado presidido por su admirado Caballero Bonald, que junto a Gamoneda o Brines formaron esa herencia del medio siglo de la que tan feliz bebió.
Será verdad eso que decía Henri Meschonnic de que el poeta es poeta cuando no sabe lo que hace. Desde esa inercia vital buscaba este hombre íntegro y soberano una forma de celebrar el recogimiento hacia las afueras, de elevar lo cotidiano desde una vida mejor definida. Alejado de todo lo operetesco pero sin desdeñar de las maneras barrocas, a ratos el estilo dandi, y ese tipo de pícara timidez que rara vez se da entre los más listos, Adolfo Cueto fue un poeta de profunda agudeza sensitiva, de fondo noble y una musicalidad a ultranza que marca el ritmo de su continua lucha de extremos.
Cueto fue un poeta raro. Escribía Pedro C. Vaquero, en el epílogo a la poesía reunida de su hijo Pedro Casariego, que para lo raro se reservan espacios cerrados, muy difíciles de invadir. “Es raro aquel que se mueve con fatalidad en el ámbito de lo raro”. Cueto fue un hombre raro. Un poeta raro. Como son raros los que proyectan honestidad y clarividencia en su cumplimiento. En la que acabó siendo su última lectura, que tuve la suerte de compartir con él en la pasada edición del Festival Cosmopoética, hablaba de una búsqueda de la serenidad desde una premeditación estética, donde el poema, tirando de su admirado Cernuda, sea revelación directa del pensamiento y de la expresión, y recogerlo así en un todo inseparable: “En vida abierta, vieja, herida nuevamente, la palabra surgiendo, la palabra nombrándonos, entre el ser y la nada, el ruido y el silencio, la inexistencia y el vacío”. En él todo sonaba posible, humilde, valiente. No era el destino de Adolfo Cueto ser una voz arrolladora o canónica de la poesía española, ni el de formar parte del pelotón de los que buscan la seguridad del pelotón, pero sí el de seguir añadiendo estoicismo, desafío, nobleza, a lo que viene siendo nuestra poesía más actual, nuestra poesía última que aquí seguirá creciendo hasta hacerse simplemente necesaria.
Hace pocos meses ganó con su poema Nuevos destinos paradisíacos el Premio Manuel Alcántara. En él escribía: “Para nosotros poco significa la muerte”. Y así de cierto todo.
Alejandro Simón Partal es poeta
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