El Nobel, para Paul Simon
Mensaje para la Academia sueca: son más agradecidos los literatos. Y se nota menos su decadencia
La farsa del Nobel para Bob Dylan se prolonga: resulta perfecta para la era del Twitter, ese receptáculo apto para reflejar sentimientos impulsivos e ignorancias supinas. No estoy seguro de que eso fuera lo que buscaba la Academia Sueca cuando decidió otorgar un premio heterodoxo y media friendly.
Vituperar a Dylan es un deporte añejo, con medio siglo de antigüedad. En este caso, sin embargo, la mayor responsabilidad recae sobre el jurado que eligió a Dylan. Prescindieron de su turbulento historial con los galardones. Técnicamente hablando, tenían otras opciones dentro de los requisitos implícitos (“cantautor judío de expresión culta y surgido en los años sesenta”). Por ejemplo, Paul Simon o Leonard Cohen. El último lo hubiera aceptado con cortesía —lo demostró con el Príncipe de Asturias— y hasta puede que hubiese alargado su vida.
Pero no. Los académicos no mostraron la diligencia debida. Desatendieron el documental canónico sobre el despegue de Dylan, No direction home (ahora relanzado en edición ampliada por Universal). Allí se recoge algo de la polémica creada cuando, a finales de 1963, con solo dos elepés bajo su nombre, fue a recoger el Premio Tom Paine, que dispensaba el Comité de Emergencia Para las Libertades Civiles.
Sencillamente, Dylan decidió insultar a aquellos dignos liberales que creían haber encontrado en él a su continuador. Aún hoy, el texto chirría tanto como las uñas del hombre lobo recorriendo un encerado. Dylan jugó la tramposa carta de la juventud, dividiendo el mundo entre los que tenían pelo y los que estaban calvos, los que usaban traje y los que no. Cabe imaginar el horror de su público cuando Dylan les instó a que reposaran en la playa y, a continuación, mostraba comprensión hacia Lee Harvey Oswald, el supuesto asesino del presidente Kennedy.
Fue tal escándalo que Dylan envió, a modo de disculpa, un larguísimo texto con forma de poema donde intentaba explicarse. Se calló el dato seguramente más relevante: que aquella noche había bebido mucho alcohol.
Los sabios suecos tampoco parecen haber leído Crónicas, su tomo autobiográfico de 2004. Allí detalla su ira, su consternación, al recibir su doctorado honoris causa por la Universidad de Princeton (1970). Creyendo alabarle, el rector le definió como “la auténtica expresión de la conciencia inquieta y militante de la América joven”. Error mayúsculo: Dylan solo se representa a si mismo.
Resumiendo: Bob Dylan acepta honores oficiales, a pesar de que se indigne ante los razonamientos para justificarlos. Y prefiere no expresar palabras de agradecimiento. Es consciente de que, al ponerle delante un micrófono, le crecen los incisivos.
La última vez fue en 2015, cuando MusiCares le nombró “Persona del año”. Un paripé para recaudar fondos, montado por la misma organización que concede los Grammy: se trata de un título reservado para creadores que destacan por “sus logros artísticos en la industria de la música y [¿uh?] su dedicación a la filantropía”. Es una jornada para las palmaditas en la espalda.
¡No con Dylan! Ante el pasmo general, pasó lista a personajes que, en algún momento, habían criticado su música: el tándem de compositores Leiber-Stoller, el disquero Ahmet Ertegun, figuras del country (Merle Haggard, Tom T. Hall). Dos de ellos habían fallecido pero ni los muertos escapan a la furia de Dylan.
Qué memoria de elefante para las ofensas. Aunque ahora se beneficia de un tratamiento histéricamente entusiasta por parte de la crítica musical, tampoco perdonó a aquellos plumillas que le reprocharon carencias vocales. Alega en su defensa que lo mismo podía decirse de Tom Waits, Leonard Cohen, Lou Reed, Dr. John.
Tras ser puestos en evidencia por Dylan, quedaron pocos candidatos potenciales a ese Nobel de Literatura que pretendía modernizarse. En realidad, solo Paul Simon se libró del vinagre dylaniano. Problema: que Paul tampoco está muy lozano como vocalista. Y que resuelve de aquella manera la presentación de su polimórfico repertorio en directo, hoy tocado con una banda de pachanga deluxe. Los señores y señoras del Nobel deberían haber tomado todo esto en consideración antes de meterse en semejantes jardines. Finalmente, son menos complicados —y más agradecidos— los literatos. Y se nota menos su decadencia.
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