Esta música de Lorca
Lorca quiso elaborar un mito, una memoria viva del dolor y de la sexualidad, del erotismo y de la muerte
La poesía de Federico García Lorca se formó en la tradición romántica. Fue uno de los autores que con más fuerza comprendió la cara melancólica de la modernidad y el sentido unitario de la cultura contemporánea. Se trataba de asumir el lado sombrío de la historia, las fisuras de la voluntad ilustrada y las heridas que se habían abierto en las negociaciones entre la razón y la realidad. Aunque los estudiosos necesitamos sistematizar los movimientos culturales y hablar de épocas, generaciones y estilos, no es posible cortar con precisión el cauce de la poesía. Bajo la posmodernidad, las vanguardias, el modernismo y el romanticismo late una misma quiebra, la cara melancólica de la modernidad: la rebeldía frente a una sociedad industrial, técnica, mercantilista, que abre demasiados abismos mientras avanza.
El individuo es consciente de la distancia que la realidad establece frente al deseo. El individuo busca de modo voluntarioso territorios imaginados para cerrar esa distancia.
Por eso la música de García Lorca buscó una lectura vanguardista del romanticismo. Andalucía estaba ahí, esperándolo, detrás de la Castilla que había aprendido a leer en los libros de Unamuno, Azorín y Antonio Machado o en los viajes junto a su profesor Martín Domínguez Berrueta. Los paisajes, como las ciudades, como la memoria, son una creación de la mirada humana. Los árboles, las llanuras, los campos, los montes están ahí, pero como una realidad que se mueve en la interpretación cultural de sus habitantes. La literatura española del fin de siglo XIX inventó Castilla como espacio de regeneración espiritual. Una meditación interior descarnada era más importante que la sensualidad de la naturaleza. La literatura de vanguardia hizo de los rascacielos y las metáforas conceptuales unos emblemas de la racionalidad cubista y de su empeño por ordenar geométricamente el mundo.
Decir que Federico García Lorca apostó por una lectura vanguardista del romanticismo supone colocarlo en medio de un operativo muy rico de mestizajes. La apuesta consistía en llevarse la herida castellana al sur, a la geografía andaluza, para unir el espíritu con la sensualidad, el cuerpo con el alma. También el estilo ofrecía una tensión fértil: utilizar imágenes de vanguardias para cantar las viejas heridas sentimentales del XIX. García Lorca añadió las contradicciones de la identidad sexual sobre la conciencia trágica de Unamuno y elaboró al mismo tiempo metáforas radicales sobre las canciones y romances de tradición popular.
García Lorca se inventó así una Andalucía que ahora tiene mucho que ver con la imagen dominante que la cultura da ahora de Andalucía. Pero no olvidemos que esa imagen no existía antes de García Lorca. Existía solo una oportunidad de leer el pasado de otro modo, una posibilidad de nuevos diálogos. Los costumbristas y los modernistas habían escrito mucho sobre el orientalismo de la Alhambra, sobre las escenas flamencas, sobre las canciones populares. Habían glosado, imitado, adornado… el tipismo andaluz y su estirpe árabe. Pero García Lorca volvió a la literatura de los viajeros románticos del XIX en busca de una lectura moderna: un sur capaz de convertirse en mito de vanguardia.
Toda la minuciosa y argumentada melancolía de sus poemas juveniles, escritos a la sombra modernista, la comprimió en imágenes certeras
En 1921, mientras escribía breves canciones líricas en la estela de Juan Ramón Jiménez, vio en el cante jondo una selva de posibilidades. Manuel de Falla se acababa de instalar en Granada. Era un referente en el uso moderno de las tradiciones folklóricas y un músico interesado por la cultura popular andaluza. El poeta y el músico compartían la idea unamunesca de que solo interesaban las creaciones locales en las que sobrevivía un camino hacia lo universal. No querían costumbrismo, querían una naturaleza primitiva capaz de esconder el diálogo humano con la vida y la muerte. Y había que componerla.
Esa fue la reivindicación que se puso en marcha con el Concurso de Cante Jondo celebrado en junio de 1922 en Granada. Y ese fue también el espíritu con el que el poeta redactó unos meses antes las canciones publicadas después con el título de Poema del cante jondo.
A García Lorca no le interesaba imitar la copla. Eso le parecía algo así como fabricar flores de plástico. Quiso elaborar un mito, buscar un ritmo lleno de sugerencias, de viejas monotonías, de pies imprevistos, de lamentos que llegasen del pasado, una memoria viva del dolor y de la sexualidad, del erotismo y de la muerte. El vocabulario dibujó un espacio unitario y simbólico en el que la luna, los olivos, los gitanos, los caminos, el sol, la noche, los jinetes y las guitarras establecían hermandades sigilosas y sobrecargadas de significados. Un mundo con sentido interior para llegar hasta el final: la vida y la muerte.
Ese patrimonio romántico lo tensó con metáforas aprendidas en el ultraísmo y en el creacionismo. Toda la minuciosa y argumentada melancolía de sus poemas juveniles, escritos a la sombra modernista, la comprimió en imágenes certeras. Y dejó que el artista, el cantaor o el poeta fuesen portavoces de un sentimiento colectivo. El arte nace cuando se pierde la inocencia y los sentimientos buscan a tientas una manera de volver a los orígenes.
Esa es la música de García Lorca. La música de los vientos, de las nevadas, de las guitarras. La música de las viejas historias contadas con un vocabulario moderno y radical.
Luis García Montero (Granada, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario y profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada.
Babelia
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