El intocable niño zombi
Durante décadas, los poseídos eran seres anónimos. Varias películas muestran ahora la relación entre padres sanos e hijos infectados
En Guerra Mundial Z, probablemente la película de zombis con más presupuesto hecha hasta ahora —por encima de 150 millones de euros—, los zombis venían en oleadas, como termitas al estilo Cuando ruge la marabunta. Una masa devastadora, anónima, contra la que Brad Pitt poco podía hacer. Los zombis siempre han sido los otros, los no vivos que querían comerse al protagonista, que no se planteaba muchas disquisiciones a la hora de cortarles la cabeza (el método más efectivo para su liquidación). Pero hasta hace bien poco nadie se atrevía a hurgar en el dolor que puede suponer que tu propia familia sea la infectada. Ha habido algunos escarceos sobre el tema y, desde luego, Zombies party (Una noche... de muerte) (2004), de Edgar Wright, jugaba con esa posibilidad, al igual que 28 días después y su continuación, un hecho que llevaba al paroxismo Memorias de un zombie adolescente (2013), con su vibrante y extraña relación sentimental. Pero padres humanos e hijos zombis es un género nuevo que, anunciado en anteriores Sitges, vive en esta edición su eclosión.
Richard Matheson y Narciso Ibáñez Serrador. Dos clásicos. Dos visionarios. Ellos hablaron de estos sentimientos antes que la hornada actual. Matheson escribió Soy leyenda, libro indispensable para estos menesteres acerca de la normalidad / anormalidad y la dicotomía el otro / yo. Y ahí el escritor estadounidense ahondaba en la familia y la despedida a los seres queridos. El otro talento, Chicho Ibáñez Serrador, adaptó en 1976 al cine la novela de Juan José Plans ¿Quién puede matar a un niño?, y supo incidir en la aparente inocencia infantil como arma de destrucción masiva.
Faltaba el salto al zombi, y el año pasado Maggie mostró a Arnold Schwarzenegger sufriendo por encontrar una cura para su hija adolescente, encarnada por Abigail Breslin. Aun infectada, seguía siendo su hija. No, ni se planteaba internarla o incluso matarla. Es su vástaga, y punto. En esta edición, en dos días esa reflexión se ha multiplicado en la pantalla. En la coreana Tren a Busan, de Yeon Sang-ho, estrenada en sesión de medianoche en Cannes y que aquí ha obtenido muchos aplausos, un padre divorciado lleva a su hija hasta la casa de la madre en Busan en un tren de alta velocidad, luchando contra todos los elementos posibles, incluida la oleada caníbal. En El extraño, más cine coreano, esta vez dirigido por Na Hong-jin (The Yellow Sea), un sargento de policía algo bobalicón ve cómo sus vecinos y sus amigos empiezan a comportarse de forma violenta en el pueblo en que vive. E intenta encajar los extraños acontecimientos en un esquema racional... hasta que la infectada es su hija. Desde ese momento, sus decisiones son mediatizadas por los sentimientos. El peligro bulle desde el ser que más ama. En ambas películas se juega con el corazoncito del espectador al mostrar en flashbacks momentos de felicidad paternofiliales antes de que la sangre infantil se pudriera.
Y también se ha proyectado Melanie, the girl with all the gifts, de Colm McCarthy, en la que el director juega más a infección de un tipo de rabia —como mostró Danny Boyle en 28 días después— que al zombi clásico. La protagonista, una niña llamada Melanie, lleva en su sangre la probable salvación de la raza humana contra la enfermedad. Una investigadora y una profesora protegen a la cría más allá de social para entrar en lo sentimental. Glenn Close y Gemma Arterton asumen, respectivamente, esos roles en una película marcada por la melancolía y la tristeza, el tono que elevaba también a Maggie por encima de la media de calidad de este género. Porque a ver quién mata a un niño, aunque sea zombi.
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