Hitchcock: tan genial, retorcido e infeliz
Dos o tres cosas que sé de él. De un buceador de las tinieblas. De uno de los seres más geniales atormentados y perversos que parió el siglo XX. De alguien que debió de ser profunda y secretamente infeliz. De un hombre que siempre fue muy gordo, triunfador, millonario, halagado por la industria, el público (lo único que consideraba verdaderamente importante en su tarea de hacer películas) y la crítica más perspicaz y revolucionaria, empezando por un admirador francés llamado François Truffaut, que logró algo tan insólito como que aquel ser pragmático y cínico reconociera que detrás de toda su obra existía un autor muy consciente de su universo, una persona que introducía ancestralmente en su cine una serie de obsesiones, claves y pasiones, disfrazadas en nombre de la profesionalidad, que existía un inmenso creador visual dando forma a las cosas que siempre habían ocupado su mente y su alma.
El individuo se llamaba Alfred Hitchcock (una exposición en la Fundación Telefónica en Madrid, que concluye el 5 de febrero, recorre su obra).
Conozco hasta la extenuación lo que ocurre en los 45 segundos en los que un monstruo con peluca se introduce en un cuarto de baño y taladra a cuchilladas el cuerpo de una mujer angustiada que se está duchando. Sé que los pajaritos no se lanzan a tu yugular, pero salgo echando hostias cuando en la vida cotidiana se juntan un grupo de ellos alrededor del banco callejero en que veo desoladamente pasar la vida. Este fulano ha conseguido con sus imágenes crearme una sensación de miedo a perpetuidad, de que la vida puede cambiar de la forma más brutal aunque tú seas inocente, o culpable, o culpable a medias. Y en los estados de depresión relativa, debido a un lamentable estado físico, como el James Stewart de La ventana indiscreta me hubiera contentado con que una mujer maravillosa me hubiera cuidado y amado. Hubiera dejado de fisgonear en la vida ajena. Y como el Scotty de Vértigo, ese hijo del Edgar Allan Poe que escribe poemas como El cuervo, Solo y Annabel Lee, he andado en estado sonámbulo por las calles de Madrid buscando las huellas de amores perdidos, sin asesinatos o suicidios por medio. Y me he preguntado qué haría yo en situación extrema si me encontrara con un extraño en un tren haciéndome propuestas tan prácticas como diabólicas. O comprobando con terror lo difícil y sucio que es matar a otra persona en Cortina rasgada. El cine de Hitchcock nunca se agota, aunque te lo sepas de memoria te sigue revolviendo.
Y cuando intenta hacer comedia negra, esa obra maestra titulada Con la muerte en los talones o esa maliciosa y elegante delicia que es Atrapa a un ladrón, sigue siendo el rey.
Veo la exposición que le dedica Telefónica y me parece mimada, apasionada, con conocimiento, modélica. Aunque haya pocas cosas que ignorara de este artista incomparable antes de verla. Y echo de menos que entre los cinco grandes besos que filmó este mago de la sensualidad no figure el de Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados. Y deseo que no fuera real algo que contó uno de sus biógrafos respecto a su agonía. Al parecer Hitchcock citó la eterna soledad o la permanente oscuridad, no me acuerdo. Ojalá que alguien que me lo hizo pasar tan maravillosamente mal, hubiera dispuesto alguna vez de luz en su existencia. Y qué putada para él no haber seducido a sus musas, a Grace Kelly y a Tippi Hedren, pero seguro que disfrutó del caviar y del alcohol, de su familia, que era consciente que su arte era grande y proporcionaba sensaciones impagables al público de cualquier parte.
Babelia
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