Ojos con cataratas
¿Y si la escultura exquisita no se encuentra solo en las galerías sino en los frascos de cremas y perfumes? ¿Y si la nueva literatura no se deposita en el vetusto género de la novela sino en los textos de las series, la publicidad, los blogs y los remakes de las menudas editoriales?
La pintura hace tiempo que no tiene por santo modelo a la naturaleza (esté muerta o no) pero abundan hoy incontables invenciones paganas, textiles y cromáticas, de las pasarelas a través de las composiciones de Margiela, Missoni, Varela, Cavalli, Miu Miu, Desigual, Custo, Wu. Cientos de diseñadores de ropa que visten la vista mientras Hogan, Tods, Prada, Jimmy Choo, Rick Owens, Santoni o Paul Smith nos espabilan desde los pies.
El consumo y su cultura, denostados como criaturas del mal, han dejado sobre la superficie de esta interminable crisis una marea de mixturas estéticas que nunca habría proporcionado el ahorro. Consumir es energético, vitalista, transgresor mientras el ahorro tiende a la ataraxia y la rutina. En consecuencia, todas las modificaciones de las ropas, los envases, la arquitectura, los coches y sus equipos ópticos (fíjense) han sido efectos del vigor competitivo que el consumo ha dejado como una activa herencia.
Herencia tan creativa como se manifiesta en las star-ups, desde Tesla en la automoción hasta Airbnb en el turismo y Skype en las comunicaciones móviles. Una corriente de invenciones que brilla en la sociedad actual y en contra de los luctuosos juicios sobre la época.
De otra parte, los continuos brincos que ahora protagoniza la medicina, la física, la bioquímica o la astronomía son una insignia de estos años que repiten el clima científico y tecnológico que dio lugar a las gloriosas vanguardias del siglo anterior.
¿Decadencia? ¿Adormecimiento? Claro que no. Como en periodos prerrevolucionarios el entorno se halla despierto contra la política y el arte encamados, contra la inercia universitaria y administrativa, contra la moral o contra el amor reglados.
El mundo se dibuja a semejanza de un agitado bazar donde se expenden religiones, tendencias, sexos, perversiones, injusticias y operaciones quirúrgicas de todos los tonos. Y no por casualidad, los partidos se distinguen ahora por colores y no por confesiones puesto que la fijeza de la fe ha sido desplazada por la movilidad del fenómeno.
¿No hay cultura? Nunca hubo otra tan surtida. Si no se ve con facilidad es porque, forzosamente, la mirada de hace unas décadas ha envejecido. No será pues la realidad cultural la que ha perdido visión sino los ojos con cataratas.
Cataratas de ofertas, cataratas dinámicas convergen en la constante llamada a “reinventarse”. Personalmente, laboralmente, colectivamente. En épocas de tribulación no hacer mudanzas decía San Ignacio de Loyola. Todo lo contrario, sin mudanzas la tribulación tiende a enfermarnos. Sobrevivimos bajo un aguacero de innovaciones y dudas. Sobrevivimos, gracias a Dios, en plena inundación creativa, entre la máxima dosis de cultura -mercantil y consumista, sí- divina y humana.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.