“Las ideas de grandeza y dureza de Putin proceden de los Románov”
El historiador británico recorre los tres siglos de la dinastía rusa en una obra monumental
Los Románov 1613-1918, el nuevo libro de Simon Sebag Montefiore (Crítica) hace bueno el aserto de que no hay novela como la historia. Difícilmente se encontrará una lectura tan apasionante, unos hechos (que además son eso: hechos) tan asombrosos, escalofriantes, extravagantes y fundamentales como los que recoge el historiador británico (Londres, 1965) en su inmenso —mil páginas— pero absolutamente absorbente fresco sobre la dinastía, desde su ascenso hasta su caída, que reinó en Rusia durante 304 años (veinte monarcas). A lo largo de un sensacional viaje “salpicado de sangre, chapado en oro, tachonado de diamantes, con sus tintes de novela de capa y espada, con sus lances románticos y su sino fatal”, conducido por la pluma muy literaria del autor, atento a combinar las grandes líneas históricas con la anécdota más deliciosa o terrible, encontramos motines de mosqueteros, cosacos, boyardos, batallas, decapitaciones, desmembramientos que ríete tú del de William Wallace, empalamientos, francachelas imperiales, brujería, locura, matanzas, concursos de novias (para casar al zar), “monstruos y santos”, y, hay que ver, cuánto sexo.
En el impresionante reparto, personajes de la familia como los grandes Pedro y Catalina, Alejandro I o, el desventurado Nicolás II y sus princesitas (y sus huesos), y secundarios de tanto peso como Iván el Terrible, los falsos Dimitris, Marinka la Bruja, Napoleón, Rasputín o Lenin. Al acabar de leer el libro, con tantos hechos tremebundos, uno se exclama ¡pobre Rusia! Y aún faltan Stalin y Putin...
“En buena medida Pushkin es el Shakespeare de los Románov”
“Es cierto, la historia moderna de Rusia es muy dura”, señala Sebag Montefiore, que, pese a vestir una chaqueta de corte militar, ha huido de los jardines del Ritz al interior atemorizado por las avispas; “pero lo extraño es que hayan tenido tanto éxito, en términos de conquista imperial, de poder nuclear, de supervivencia. A Rusia le ha ido bien”. No al pueblo. “No, ellos siempre han sido la gasolina del motor imperial ruso”.
Viendo las luchas y conspiraciones y oyendo caer continuamente el hacha uno piensa que los Románov merecían un Shakespeare. “Sin duda, son los mismos temas. Durante una época no lo tuvieron pero luego está Pushkin, Pushkin es el Shakespeare de los Románov”. Bueno, Sebag Montefiore no anda lejos en intensidad... El historiador ríe y aprovecha para ofrecer un trozo de su tarta de zanahoria: “¡Ojalá, ese sería mi sueño, tener una mirada como él. Soy un contador de historias, es muy importante lograr interesar a los lectores”. Material no le falta, qué caramba: ahí está la Alegre Compañía de Pedro el Grande, un circo ambulante de poder en el que estaba prohibido irse a la cama sobrio y que incluía, además de los amigotes y altos funcionarios, bufones, gigantes, enanos y putas. “Era como una mezcla de cenas de Stalin y gira de Led Zeppelin, Pedro tenía un aguante increíble para la bebida, pero varios ministros murieron de coma etílico”. O la historia de la rabia que le daba a Alejandro I —de rollizas nalgas, como lo satirizó, precisamente, Pushkin— no poder enfundarse los apretados calzones de su regimiento Semiónovski de la Guardia, que tanto empaque y tiesura le darían ante sus amantes.
Alejandro I, no hay que olvidarlo, fue decisivo en la derrota de Napoleón. "Bonaparte lo subestimó y lo humilló, llegó a a decir que de haber sido una mujer lo habría hecho su amante, pero él lo venció finalmente". Y eso que los rusos no estuvieron en Waterloo. ¿No es raro? "Formaban un segundo ejército para parar a Napoleón. Si Wellington y los prusianos hubieran perdido la batalla, hubiera sido el turno de los rusos".
“La vida sexual de la dinastía es realmente muy envidiable”
“La vida sexual de los Románov es realmente muy envidiable”, reflexiona Sebag Montefiore, que señala el papel amatorio de Alejandro I en esa “ronde erotique” que fue el Congreso de Viena, y en la que el zar se metió por error en la cama de la amante de Metternich pensando que entraba en la casa de la suya, la princesa Bragatión (sic), el Ángel Desnudo, por sus trasparencias. “Sabemos mucho de los dormitorios de los Románov, algo que nunca conoceremos en tanta extensión de los políticos actuales, desgraciadamente”.
Alejandro II es, si se le da a escoger, el Románov favorito del historiador: “Su capacidad para el placer y el amor era muy grande y es uno de los miembros más enternecedores de la dinastía”. De su relación con su amante Katia Dolgorúkaya, dice que se ha autocensurado algunos detalles. Vaya, ¿cuáles? “Intercambiaban cartas muy explícitas en las que ella decía que estaba muy mojada y él hacía referencia a la 'fuente' de la joven, un lenguaje muy inusual para la época. Ella era una chica muy moderna”.
El erotismo de esas historias contrasta con las cataratas de sangre de otras, tan abundantes. Especialmente el final, con esa Samarra de los Románov que es Ekaterimburgo. Nunca se ha descrito tan intensamente la matanza de la familia imperial. “Me fue muy difícil, resulta casi pornográfico en el detalle. Quise ser delicado pero era imposible”. Desde luego, con los sesos de la zarina Alejandra esparcidos en la pared. “Fue algo horrible, lloré al escribirlo, las chicas que siguen vivas tras los disparos porque llevan cosidas secretamente en la ropa interior las joyas de la dinastía...”.
“Lloré al describir la brutal matanza de la familia real en Ekaterimburgo”
La vivaracha Anastasia es alguien en quien pensarán enseguida muchos al oír la palabra Románov. “El mito de su supervivencia es un fenómeno común de monarquismo popular en la historia rusa, como los falsos Dimitris, pero también resultado de los rumores sobre el hecho cierto de que dos princesas gimieron cuando se las conducía a enterrar, y fueron rematadas”.
Sebag Montefiore abre su historia con los relatos paralelos de dos chicos frágiles, el futuro Miguel I, primer zar de la dinastía, y el zarévich Alexéi, el heredero de Nicolás II, asesinado con su padre en Ekaterimburgo. “Era un libro complejo y me pareció muy sugestivo arrancarlo así, con estos dos jóvenes débiles uno de los cuales empieza la dinastía y el otro significa su fin”.
Un aspecto siniestro de los Románov que no deja de apuntar el autor es su antisemitismo. “Nicolás II, al que se muestra a menudo como poco menos que un santo, dulce e inocente, leía en Ekaterimburgo a sus hijos Los protocolos de los sabios de Sión. Los judíos eran un espantajo de la dinastía”.
¿Hay algo específicamente violento en el alma rusa? “Hay una herencia de la gente de las estepas, un mundo muy duro, como el Far West”. Rasca al ruso y encontrarás al tártaro. “Exactamente, eso es muy real. Hay otra razón: Rusia no tiene fronteras naturales y eso la ha obligado a vivir en pie de guerra, bajo ley militar. Y el poder militar es siempre brutal, y brutaliza a la gente”.
¿Qué han significado los Románov para Rusia? “Una manera de gobernar. La idea de que solo la autocracia puede proteger al país de la amenaza exterior y del caos interno”. Sebag Montefiore subraya que esa idea pervivió tras el fin de la dinastía. Stalin se identificaba con ella, dice, “y tras la caída de Berlín en 1945, recordó con mucha intención que Alejandro I había tomado París”.
“Definitivamente hay un síndrome Románov en Putin”, remata. “Su idea de grandeza y de que hace falta dureza para gobernar Rusia proceden de los Románov”.
¿Hay una lección en los Románov para la Rusia de hoy? “Por supuesto, que no puedes poner en las manos de un puñado de gente que se enriquece como Craso un país tan grande”. Los Románov dieron grandes y poderosas mujeres. “Sí, mujeres extraordinarias en el gobierno, como la primera Catalina que ascendió desde semiprostituta a emperatriz. Hoy no las hay en la política rusa, la más machistas de Europa. Pero las encontramos, y muy valientes, en el periodismo”.
Babelia
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