Día 3. De Davides y Goliates
Un paseo por el enorme stand de Electronic Arts y por los pequeños núcleos indies de la Gamescom da medida de la diversidad que vive el videojuego
Soy Luke Skywalker. Bueno, no exactamente. Pero me siento así. Un piloto de Star Wars. EL piloto de Star Wars. LA piloto de Star Wars, porque he decidido ser una chica en la pantalla de selección de personaje. Tengo un casco de PlayStation VR encasquetado en la cabeza. Pero me olvido por completo de él, lo que tengo ante mí es demasiado impresionante.
Veo el espacio. Y una flotilla de cargueros de los Rebeldes, con sus impulsores relumbrando en naranja y azul. Hay otros X-Wing acompañándome, sus cuatro luces rojizas sobre el fondo de estrellas. Pulso un botón y las alas de mi X-Wing se despliegan. Las observo a través de una cabina reproducida con fotorrealismo enfermizo, hasta el punto de que se ven las pequeñas ralladuras en el metal propias del uso, los led rojos parpadeantes de los muchos botones de la cabina, el pequeño dron rojo a mis espaldas, injertado en el fuselaje de la nave y por supuesto mis brazos, mis piernas y mi torso enfundados en el mono naranja de los pilotos rebeldes.
“Prepárate para saltar, novata. ¡En tres, dos, uno…”. Y pum, los múltiples rayos azules que marcan el salto más allá de la velocidad de la luz invaden todo mi campo visual. Es algo que jamás ha conseguido siquiera la pantalla más grande de cine. Es estar allí. Ser Luke Skywalker. Sentirte que vas a salvar la galaxia. Al salir de allí, Roena Rosenberger, concept artista de Dice (Star wars battlefront) y mi maravillosa guía por esta experiencia, me sonríe. “Me encanta veros la cara cuando acabáis”.
Salto a otro lugar y otro momento de la Gamescom, esta feria del videojuego que ha tocado retirada para todos los profesionales ayer viernes. Me encuentro con un auténtico pirado, un maravilloso genio loco que parece una versión joven del Doc de Regreso al futuro. Bata de médico, deportivas multicolores, unas gafas de sol enormes y extrañas y el pelo rubio alborotado. Es Sos Sosowski, y en su tarjeta se lee “científico loco de los videojuegos”. Es probablemente la descripción de una tarjeta más honesta que he leído nunca.
“¡Métele la mano en el culo! ¡Métele la mano en el culo!”, me grita Sosowski por los auriculares mientras una especie de maniquí humano flota ante mí desnudo. Con timidez, le agarro una nalga con un pellizco. “¡No, así no! Métele la mano dentro del culo hasta el fondo”. Hago lo que me dice, qué remedio. Y levanto al tipo en el aire con mi mano introducida en su recto. Luego, siguiendo las instrucciones de su creador, lo lanzo a las alturas con todas mis fuerzas. Y desaparece en la atmósfera. Minutos después arranco de sus cimientos un rascacielos de al menos 50 pisos de altura y me fascino mientras su gigantesca sombra envuelve el barrio residencial en el que me encuentro.
“Lo que hago más que nada es improvisar, dejarme llevar por los impulsos”, me explica Sosowski mientras me mira a mí, al techo, al stand donde está su juego, a un tipo de pelo azul que pasa por ahí mientras gesticula con energía. “A veces improvisar me lleva a cosas totalmente distintas del plan inicial y a veces no”. En el caso de esta cosa indefinible que he jugado de realidad virtual, y que me obsesiona ya, Mosh pit simulator, todo empezó con un Twitter: “Probé por primera vez el HTC [el casco de realidad virtual creado por Valve] y tuiteé: ‘Ey, esto parece un Mosh pit simulator’. Lo vieron cuatro millones de personas. Y como yo, aunque vengo de un país comunista, soy un tío democrático, decidí dejarle así el título”. Esto del mosh pit, para quien tenga curiosidad, es ese baile de empujones y golpes que tanto se lleva en los conciertos punk.
La bipolaridad de estas dos experiencias, las que me han marcado más a fuego de esta Gamescom 2016, definen ese entre dos aguas en el que se encuentra actualmente el videojuego. Por un lado las grandes experiencias de acción y sentido de la maravilla en la que se gastan presupuestos mayores de Hollywood y por otro la experimentación artística de auténticos pirados de la interacción. Parece un combate de Davides contra Goliates, pero la impresión que saco de este último día en el Gamescom es eso precisamente: es una apariencia. Yo no quiero renunciar a ser Luke Skywalker. Y tampoco quiero renunciar a meterle la mano en el culo a un maniquí de carne y dispararlo a la estratosfera. En términos de batalla, parece que es o una cosa o la otra. Pero lo cierto es que el espíritu humano ansía una dieta cultural más cercana a lo mediterráneo que a lo germano (una bratwurst con kartoffelsalat más, y creo que hubiera muerto).
Otro ejemplo más de este aceptar que esto del videojuego es mejor cuando se abrazan los extremos. Me di un garbeo por la zona indie y me aburrí muy mucho en stands como los de Noruega, Francia o Taiwán… No veía nada que me despertara el menor interés, solo clones de otros juegos (normalmente pensados para el free to play de móvil) resueltos con más o menos gracia. De pronto llegué al de Suiza y aluciné. Era un vergel de ideas.
Ideas como la de Schlicht, un juego de puzles cooperativo para dos jugadores en las que se manejan dos esferas (una blanca y una negra) que pueden atravesar respectivamente estructuras del color contrario al propio. Es un juego que exige hablar constantemente para ir resolviendo el puzle como un acto colectivo. Late Shift es una película interactiva —la primera del mundo, quiere vender su promoción, aunque los que tengan memoria recordarán juegos como Silpheed para Mega CD o el reciente Quantum break como intentos en esta área—. Esto quiere decir que mientras la vemos podemos tomar decisiones que afectarán al resultado final radicalmente. Está rodada con actores de carne y hueso y, de momento, solo disponible en la Apple Store.
Y por último quiero hablar de Watcher, un proyecto de una pareja de universitarios, Filipe Simonette y Julie Baechtold que han creado un juego de realidad virtual de lo más original. Se trata de ponerse en el papel de un papá animal y enseñarle a los cachorros qué plantas son buenas para comer y cuáles no. El juego sorprende por mezclar un aspecto estético muy bello y dulce, más de película de Ghibli que de Disney, y una crueldad propia de lo real, de la madre naturaleza. Al entrar en el claro del bosque en el que tendremos que vigilar a nuestros cachorros, vemos a tres vivos y a uno tendido e inmóvil con lo que parecen unas erupciones cutáneas causadas por un envenenamiento. Si nos equivocamos a la hora de alimentar a nuestros cachorros y comen algo venenoso, se echarán a temblar hasta quedarse inmóviles.
Baechtold, artista del juego, se está pensando si seguir adelante para poder profundizar en esta experiencia. “Hemos pensado ya en meter depredadores que solo se perciban por unas ramas que se mueven y más situaciones límite a las que se tienen que enfrentar los padres en la naturaleza salvaje”, comenta. Y sobre la creatividad de su país, lo resume en una frase. “Si eres pequeño, lo que tiene sentido es hacer lo que te da la gana, experimentar, probar cosas nuevas”.
Nuevo no es, pero impresionante un rato, Battlefield 1 (Dice, 2016). Se trata de vivir la guerra. La primera Gran Guerra. Y podemos vivirla de cualquier forma imaginable: por mar, por aire, por tierra, a lomos de un caballo o manejando un enorme tanque. En la partida que jugamos, en un escenario desértico, pude probar en los quince minutos que duró qué se siente al ser recluta de bayoneta, soldado a lomos de jamelgo y piloto de un tanque con cinco torretas. Y lo que se siente es diversión, violenta diversión, qué duda cabe, pero excitante, pulida y variada, con un nivel de detalle gráfico ciertamente impresionante.
Mi conclusión es que no quiero renunciar a ninguna de las dos cosas. Que hay días que prefiero la honda de David y otros en los que la violencia brutal y algo tontuela de un Goliat es lo perfecto. Es más, creo que la convergencia y mestizaje entre ambos mundos del videojuego, en el ahora separados por una trinchera, será lo que le dé a este medio alas todavía más fuertes para volar a nueva
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