Dos semanas sin papeles en la URSS
Presiones de la policía, micrófonos escondidos, suplicios burocráticos, la vida de un enviado especial en Moscú en 1985
Mi estreno en EL PAÍS fue ser enviado especial en Moscú para el segundo duelo Kárpov-Kaspárov (1985). La imprudencia me definía, y lo primero que investigué fue por qué le habían denegado la acreditación al yugoslavo Ratko Knézevic, autor de una entrevista con Gari Kaspárov, apadrinado por el Gobierno renovador de Mijaíl Gorbachov, en la que el futuro campeón criticaba muy duramente a los dirigentes deportivos de la URSS, acusándolos (con razón) de proteger al héroe nacional Anatoli Kárpov, símbolo de la vieja guardia comunista.
Hablé con Knézevic y con el ínclito filipino Florencio Campomanes (1927-2010), presidente de la Federación Internacional de Ajedrez. Pedí la versión oficial a un tipo siniestro, Arkangelski, encargado de vigilarnos en la sala de prensa, a quien mi colega Jonathan Tisdall (Reuters) había calificado un año antes (primer duelo Kárpov-Kaspárov) de “monumento a la incompetencia”. La respuesta que me dio Arkangelski no podía ser mejor: “Me declaro incompetente en el asunto del señor Knézevic”. Pero su publicación no gustó nada en la Embajada de la URSS en Madrid. Entre las consecuencias que pronto empecé a pagar estaba la de obligarme a la tortura de renovar mi visado cada dos semanas, a pesar de que sabían que iba a estar allí casi tres meses, y de que Pilar Bonet (corresponsal de EL PAÍS en Moscú entonces y ahora) se empleaba muy a fondo en ayudarme.
Eso complicó aún más mi vida cotidiana en Moscú. Tardaba menos en escribir las crónicas que en enviarlas por el télex de Pilar, tras haberlas picado en una cinta de papel; la línea, intervenida por el KGB, era mala, y no fueron pocos los días en que mi crónica era lo último que llegaba a Madrid para cerrar la primera edición. Si quería hablar de algo confidencial con, por ejemplo, el médico de Kaspárov, era como en las películas de espías: me bajaba del metro abruptamente cuando las puertas se estaban cerrando para despistar a quien pudiera seguirme. Si la conversación de ese tipo era con Pilar: al lado de los grifos de la cocina abiertos, y con música a tope porque ella (como todos los corresponsales) estaba convencida de que había micrófonos en su casa. El de la agencia Efe, Julián Lázaro, reservaba siempre un brindis cuando cenábamos en la suya: “Por mi amigo Boris, que nos estará escuchando desde el piso de arriba”.
La situación se puso muy fea cuando, tras casi dos meses de amplia cobertura en EL PAÍS, me denegaron el visado con una excusa absurda: que necesitaban mi habitación en el hotel Metropol (muy cerca de la Plaza Roja) para algún invitado al desfile del Día de la Revolución; y que no había otra habitación libre en todo Moscú. Aguanté unos diez días sin que me echaran gracias a diversas mentiras y picarescas; mi último truco fue gritar a los administradores del hotel que dejaran de molestarme y buscasen una (inexistente) carta del viceministro Gavrilin en la que (supuestamente) ordenaba la renovación de mi visado. Era un viernes, el lunes era fiesta, y eso me daba cuatro días para encontrar una solución.
Supliqué ayuda a Campomanes y su vicepresidente, el español Román Torán (ambos, protectores de Kárpov). Torán llamó a alguien, le explicó el asunto, me pasó el teléfono y nunca supo a qué se debía mi cara de asombro: era precisamente Gavrilin, quien hablaba español porque veraneaba en Canarias. Él me salvó cuando en el hotel me esperaban con la orden de meterme en el primer avión que volase a Madrid.
Pero la historia tiene un bonito epílogo. El Día de la Revolución (7 de noviembre) llamaron a mi puerta muy temprano. Era un agente del KGB, con la misión de apostarse en mi ventana hasta el final del desfile. He ahí un buen argumento para quien piense que todo lo aquí relatado fue un cúmulo de casualidades (alimentadas por mi paranoia), y no un ejercicio de censura contra un periodista extranjero.
Babelia
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