Montserrat no quiere ser irlandesa
Hay que agradecerle a la corrupción habernos enseñado tanta geografía, aunque todavía hay islas del tesoro que sobreviven en un sospechoso anonimato. Hemos ido a buscarlas sin movernos de casa
Es una lástima que la familia Pujol y otros grandes linajes de la evasión tributaria de Cataluña hayan desperdiciado la oportunidad que les proporcionaba el paraíso fiscal de Montserrat. Más lejano que Andorra, es verdad, y ubicado como una lágrima de tierra en el archipiélago de las Antillas, pero la devoción a la virgen morena habría comportado un valor religioso a los viajes de ultramar. Y hasta se habrían observado con indulgencia los desplazamientos, no estando claro si los Pujol iban a misa o cruzaban el Atlántico para enterrar el tesoro debajo de una senyera.
Quizá el problema sea el espacio, las apreturas. Porque Montserrat apenas comprende 16 kilómetros de largo y 11 de ancho, muy pocos para abastecer las emergencias fiscales de los colonizadores y su insaciable capacidad expansiva. Los protege una jurisdicción tributaria excepcional que proviene de la descolonización británica, pero los amenaza a título compensatorio el azufre del Soufriere Hills, un volcán activo cuyos múltiples cráteres aspiran a vengar como ojos de Sauron la codicia de los pobladores contemporáneos.
Que no tienen pasaporte, sino número de cuenta. Y que constituyen una sociedad artificial respecto a la idiosincrasia de los aborígenes. Entre ellos, los irlandeses criollos, los descendientes de la esclavitud africana, y los mulatos resultantes de la coyunda entre unos y otros.
No tienen demasiado sitio los Pujol en este pintoresco mestizaje, pero su eventual exilio daría sentido al nombre de la isla. Que se lo puso Colón cuando la descubrió en 1493. Un homenaje explícito y preventivo a la patrona de Cataluña cuya devoción se fue desdibujando. Derrocaron los irlandeses a la Moreneta en beneficio de San Patricio. Y convinieron que la isla tenía la misma forma que la República de Irlanda, exagerando con cierto partidismo esos tests morfológicos que los psicólogos hacen a los niños y a los adultos —¿que te sugiere esta figura?— a expensas de resultados bastante embarazosos. Se explica así la iconografía del escudo de armas de Montserrat. Que consiste en una lira y que representa a una mujer en actitud lasciva con la cruz. Y no es Montserrat, cuya rigidez de madera contradice las acrobacias concupiscentes, sino Erin, encarnación femenina de la patria irlandesa y reivindicación nacionalista de la isla esmeralda.
Fevor identitario
No hay rincón del planeta que se abstraiga del fervor identitario, así es que la política exterior de Cataluña lliure podría concentrarse en la recolonización de Montserrat, tanto por las facilidades de evasión como porque hay una crónica poscolombina pendiente de escribirse entre el hallazgo de la isla y la expropiación que consumaron los británicos en 1632.
Es el lapso espacio-temporal que puede aprovechar el nacionalismo para forzar un relato ultramarino. Empezando porque la propia virgen se les apareció a los aguerridos marineros de Colón. Y les conminó a levantar un templo como símbolo de la tierra prometida, de tal manera que las tragedias sísmicas que han sobrevenido después y la ferocidad del huracán Hugo en 1989 serían la expresión metafísica con que la Moreneta venga a los invasores y alerta el regreso de los genuinos pobladores catalanes.
Echaran amarras, si la recuperan, en una isla cuya relevancia estratégica no proviene, como antaño, del tráfico de esclavos, ni del algodón, ni del azúcar, sino de su posición gregaria en el “mundo extraterritorial”.
Parece una contradicción terminológica, “mundo extraterritorial”, pero es la paradoja con que el profesor Nicholas Shaxon define a la constelación de paraísos fiscales que han entretejido las potencias occidentales para acomodar las fortunas y los intereses de las castas superiores, muchas de ellas instaladas en la City de Londres como centro de operaciones.
No pone límites la imaginación a los eufemismos y las toponimias exóticas que definen estas islas obedientes a su majestad la reina de Inglaterra. Eufemismos porque se denominan “jurisdicciones confidenciales”. Toponimias exóticas porque tanto se llaman Montserrat o Caimán como Islas Turcas y Caicos, impostándose así en una geografía de ensueño que encubre la evidencia según la cual la mitad del comercio internacional pasa por los paraísos fiscales, pero sin necesidad de echarse los barcos a la mar.
Los Beatles
Nada que ver con las intenciones filantrópicas que condujeron a George Martin, productor de los Beatles, a levantar en Montserrat una especie de Shangri-La. Lo hizo en 1979. Y llegaron a fundarse unos estudios, AIR Montserrat, en cuyas paredes se grabaron discos de Dire Straits, Police, Elton John, Michael Jackson, los Rolling Stones, Eric Clapton, Paul McCartney, Lou Reed, incluso Black Sabbath, a quienes las supersticiones locales, vinculadas al remoto animismo, atribuyen haber maldecido la isla esmeralda con exageradas incitaciones a la magia negra.
El argumento estrafalario tendría su justificación en la catástrofe que arrastró Hugo. Ya se ocuparía Ian Anderson (Jethro Tull) de componer a la memoria de Montserrat un himno y una plegaria bastante divagatorios —“La isla se ha enojado, nadie la escucha; en el pantano, las iguanas brillan”—, pero la ventaja que proporcionan los paraísos fiscales respecto a las limitaciones de los paraísos bíblicos consiste en que el dinero es material e inmaterial a la vez, visible e invisible. Incluso ignífugo cuando lo amenaza la lava de un volcán.
El híbrido del eurodólar
Su majestad la reina Isabel II extiende su soberanía a un “archipiélago” de islas y de enclaves estratégicos en cuyos bancos y tapaderas financieras se disimula una gigantesca actividad económica en situación de privilegio fiscal. Montserrat forma parte de la red, exactamente cono sucede con Gibraltar, pero la lista de paraísos alcanza hasta 14 topónimos.
Conocemos mejor los de Bermudas, las Islas Vírgenes y las Caimán. Conocemos menos Anguilla y las islas Turcas y Caicos, aunque todas tienen en común su naturaleza fiscal y política de jurisdicciones confidenciales.
Las definen poéticamente los profesores Cain y Hopkins en cuanto especialistas de la decadencia del imperio: “Mientras se hundía el noble barco de la esterlina, la City se las arregló para montarse en una nueva embarcación mucho más apta para surcar los mares: el eurodólar”. Y el eurodólar es un híbrido perfecto de la moneda occidental que sintetiza las operaciones transatlánticas sin deberse a ningún mecanismo de control.
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