El poder del gueto de Venecia
Las comunidades judías de toda Europa tomaron a la serenísima como modelo de autogobierno multicultural e impulso económico
Hace 500 años, el 29 de marzo de 1516, el Senado veneciano creó un enclave especial para los judíos en la ciudad. Los senadores escogieron una isla a las afueras de la ciudad, junto a una fundición de cañones denominada en veneciano el getovechio, “la vieja forja”. La isla, de aproximadamente 2,3 hectáreas, tenía una bonita explanada de gran tamaño, rodeada de unas 25 casas, que recibió el nombre de geto novo, el nuevo gueto o, sencillamente, el gueto.
En teoría, en Venecia no residían judíos, puesto que las leyes lo prohibían desde hacía mucho tiempo, pero sí había algunos que residían allí de forma ilegal. No obstante, los judíos podían establecerse en las partes de Venecia que estaban en tierra firme, donde muchos de ellos tenían casas de empeños y prestaban dinero a los cristianos. En 1516, el Gobierno veneciano tenía la preocupación de que los judíos, que se habían refugiado allí —huyendo de los ejércitos invasores de la Liga Santa durante la Guerra de la Liga de Cambrai (1508-1516)— pudieran ser capturados y perdieran los bienes empeñados por sus clientes. Asimismo, había decenas de miles de judíos, muchos de ellos comerciantes, que habían llegado de España, expulsados por los Decretos de la Alhambra de 1492. También ellos pedían a los venecianos un lugar seguro donde vivir.
A regañadientes, el Senado, que necesitaba su pericia como prestamistas y sus relaciones con el comercio internacional, les concedió un lugar con privilegios especiales. Autorizó a los prestamistas judíos a crear tres bancos y prestar dinero contra bienes empeñados, con unos tipos de interés fijados por el Estado. Algunos obtuvieron licencias para comerciar con ropa y muebles usados, y otros lograron el monopolio de abastecer de guirnaldas, banderas y fuegos artificiales a las fiestas oficiales. A diferencia de los musulmanes, ortodoxos y protestantes de la zona, estos nuevos inmigrantes podían practicar sus ritos con total libertad, siempre que permanecieran en el gueto. También tenían un grado considerable de autogobierno, sobre todo en cuestiones legales derivadas de sus ritos religiosos.
A cambio, los judíos tenían menos libertad de actuación que otros inmigrantes. No podían poseer viviendas en propiedad, sólo alquilarlas. Debían portar unos sombreros amarillos para poder ser identificados y no podían salir del gueto de noche; y para que esto se cumpliera las dos grandes puertas de la isla se cerraban al anochecer. Todo ello formaba parte de una campaña general para impedir que los judíos se relacionaran con los cristianos, que los contratasen, les alquilaran viviendas, los convirtieran al judaísmo o tuvieran relaciones sexuales. La parte positiva era que, de esa forma, los cristianos no podían acosar a la población judía, como ocurría en muchas otras ciudades europeas.
En un principio, el gueto se concibió para un millar de residentes, pero a mediados del siglo XVI tenía ya el doble. A medida que los inquilinos judíos subdividían sus habitaciones y añadían más pisos para acoger a todos los que llegaban, los edificios adoptaron el aspecto elevado y destartalado que aún hoy sigue caracterizando a los guetos. La plaza central estaba abarrotada de banqueros, vendedores de artículos usados y mercados kosher.
Aun así, las autoridades venecianas, preocupadas por el declive del comercio, siguieron facilitando la inmigración, sobre todo de mercaderes judíos procedentes del Imperio Otomano. Muchos de los recién llegados habían salido de España y se habían instalado en tierras turcas, desde donde mantenían relaciones comerciales con todo el Mediterráneo. Los venecianos atrajeron a los inmigrantes con la ampliación del gueto, que multiplicaron por cuatro, y con unas ventajas de impuestos y de residencia que no tenían ni siquiera muchos comerciantes cristianos. Además, Venecia dio la bienvenida a los judíos de la Península Ibérica que se habían visto obligados a convertirse al cristianismo y después habían vuelto a judaizarse, a pesar de que la Iglesia Católica y la Inquisición consideraban que el bautismo era un sacramento irrevocable.
Con la llegada de más judíos, el gueto pasó a albergar ocho sinagogas, cada una con sus propios ritos y congregaciones de distinta procedencia: alemana, del cantón (ambas ashkenazis), italiana, española y del Levante. A medida que el gueto se volvió más cosmopolita, su fama cultural aumentó. Se establecieron en él imprentas que empezaron a publicar textos sagrados y laicos en hebreo, ladino y yiddish. Los médicos judíos graduados en la escuela de medicina de la cercana Padua adquirieron prestigio en toda Europa (y obtuvieron el derecho a salir del gueto por la noche para visitar a pacientes cristianos). Numerosos rabinos, escritores, compositores y músicos contribuyeron también a la consolidación del gueto como uno de los grandes centros culturales de Italia, que recibía a visitantes (cristianos y judíos) de todo el continente.
Como eje de un mundo judío dividido entre Oriente y Occidente, entre Constantinopla y Salónica, por un lado, y Amberes y Amsterdam, por otro, el gueto veneciano asumió un gran peso socioeconómico entre los judíos y los cristianos, y los hebreos pasaron a formar parte del grupo de armadores más ricos e importantes de la República e impulsaron la reanimación del comercio veneciano. Las comunidades judías de toda Europa tomaron Venecia como modelo de autogobierno multicultural, y eso dio al gueto una importancia mayor de la que le habría correspondido por su población, relativamente modesta, que alcanzó su máximo nivel —entre 3.000 y 4.000 habitantes— alrededor de 1600. A pesar de su creciente poder económico, hubo que esperar a que Venecia cayera en manos de Napoleón, en 1797, para derribar y prender fuego a las puertas del gueto. Entonces los judíos lograron la libertad para vivir en cualquier lugar de la ciudad.
Robert C. Davis es profesor de historia de Italia en la Ohio State University. Es editor del libro The Jews of Early Modern Venice.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.