Sexo, ‘techno-pop’ y Guerra Fría
Puede que The Americans sea la serie de televisión que mejor utiliza la música pop: en cada una de sus cuatro temporadas, inserta una selección aguda de temas de AOR (Album Oriented Rock), techno-pop y new wave que subrayan la acción y los conflictos de los protagonistas. De hecho, en sus inicios uno podía especular con que los productores gastaban más en derechos de sincronización de las canciones que en los decorados. Con una fotografía mortecina, The Americans parecía un thriller de serie B, en comparación con la riqueza visual de, digamos, Homeland.
Entraba en la categoría de placeres culpables. Philip y Elizabeth Jennings son dos ilegales, agentes del KGB empotrados en un suburbio residencial de Washington. Prodigios de duplicidad, son capaces de seducir a cualquiera que se ponga delante y de liquidar a enemigos o testigos incómodos: de principio, The Americans resulta trepidante, violenta, erótica. Justo cuando te empiezas a preguntar dónde almacenan las pelucas y los disfraces y cómo hacen para compatibilizar la vida oficial —son dueños de una agencia de viajes— y la actividad clandestina, la serie ejecuta un doble salto mortal. Hasta entonces, la ideología justifica todo: transcurre 1983 y Ronald Reagan ha subido las apuestas, mientras que los soviéticos están empantanados en Afganistán.
Poco a poco, surgen los dilemas morales. Nina, una funcionaria rusa de bajo nivel, es chantajeada por el FBI y se convierte en agente doble; por decirlo suavemente, no está preparada para ese papel. Los Jennings tienen una hija (y un hijo, pero este no se entera) que descubre a qué se dedican sus padres y decide compartir el secreto.
Algunos espectadores se enojan ante el retrato de los soviéticos que hace The Americans: sus oficinas, casas, laboratorios, cárceles, todo es sombrío o miserable. Aparentemente, su tecnología estaba igualmente atrasada y solo podían competir en la carrera armamentística mediante el espionaje. Pero, caramba, no sé qué esperaban: se trata de una serie estadounidense y la Guerra Fría terminó con la desintegración del bloque comunista.
El KGB cumple todas las expectativas de villanía: despiadado, eficiente y dotado de una asombrosa infraestructura en el corazón de Estados Unidos. Pero The Americans también evidencia que el escudo del socialismo se está resquebrajando: los ilegales se acostumbran al american way of life y dudan ante las órdenes recibidas. Hasta la implacable Elizabeth da muestras de sentirse agobiada. Philip debe embaucar a una quinceañera rebelde, cuyo padre es jefe de la CIA (y no puede dejar de pensar en su propia hija adolescente). Uno de sus asociados se plantea la cordura de fabricar armas biológicas. Hay una sensación general de futilidad, incluso de rebeldía: un ministro de la URSS, obligado a enterrar discretamente a su hijo, fallecido en una misión internacionalista, saca su pistola y dispara al aire. La glásnost no fue otra cosa que el tardío reconocimiento de que estaban inmersos en una mentira colosal.
Babelia
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