Las canciones no permanecen; se agigantan
El antiguo vocalista de Led Zeppelin rehúye todo conformismo y expande su universo junto a los fabulosos The Sensational Space Shifters
Aunque se hubiera retirado después de grabar los cuatro primeros discos de Led Zeppelin, aquellos rotulados con números romanos, Robert Plant tendría plaza eterna asegurada en la historia del rock. No lo hizo, afortunadamente. Sus movimientos actuales, a los 67 años, ya no pueden ser tan trascendentales, pero sirven para comprender de manera más cabal la inmensidad de su estatura. No fue solo un mito quien pasó el jueves por las Noches del Botánico, porque a Plant se le queda muy pequeña la etiqueta de vieja gloria. Fue un hombre mayor y en estado de gracia, un maravilloso culo inquieto que sigue sin conformarse con sacar lustre a sus clásicos y contentar a la parroquia. 2.500 personas fueron testigos de que al hombre de los rizos plateados no le basta con mirar atrás, y el estímulo de su mirada indagadora quedará ya como una de las más hermosas lecciones a las que hemos asistido esta temporada en la Ciudad Universitaria madrileña.
El de West Bromwich exhibe una voz mucho más ronca, añeja y macerada que en 1970; una voz madura en la mejorcísima de las acepciones. Y la realza con The Sensational Space Shifters, un sexteto que jamás baja el listón que le marca su primer adjetivo. La banda nunca está obsesionada por avasallar, ni siquiera con el riff del inaugural Babe, I’m gonna leave you. Y, puestos a buscar un sesgo, este casi siempre acaricia más el prog-folk que el rock de manual.
Ahí radica el encanto y el esplendor de este Plant en plenitud. El británico que se dirige a nosotros como “pasajeros”, en castellano, no duda en desempolvar preciosidades de los Zep, desde aquella The rain song que parecía alentada por George Harrison a Friends o What is and what should never be. Pero ni siquiera los dos únicos grandes éxitos que concede se guían por el conformismo: Whole lotta love nace con Boom boom (John Lee Hooker) y deriva en Who do you love (Bo Diddley), mientras que Rock and roll no se resiste a citar Bluebirds over the mountain, de Ritchie Valens. No es radiofórmula rockera; es música rediviva.
La excitación puede resultar todavía mayor durante la vertiente más étnica del repertorio, ahí donde los Shifters se vuelven estratosféricos. Spoonful sirve de excusa para una bellísima incursión en la música magrebí, mientras que el folk británico late en All the kings horses y Poor Howard se decanta hacia el blues del desierto. La fiesta es completa llegados a Little Maggie: el gambiano Juldeh Camara pone a chirriar su ritti (violín de una cuerda), John Baggott dispara ráfagas de trip hop y el enciclopédico Justin Adams toca o percute cuanto pasa por sus manos.
El efecto deja corto el trance de los derviches. Y ahí está la clave. Robert Plant podría dejarnos encantados, pero no se contenta hasta colocarnos, siempre, unos pasos más allá. Sus canciones no permanecen siempre iguales, como decía el viejo título de LedZep, sino que se agigantan. Y ese empeño es algo que deberemos agradecerle de por vida.
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