La vida en zigzag
Kiarostami hizo del cine el arte de saber mirar y de enseñar a mirar
El sendero en zigzag que recorre el niño protagonista de ¿Dónde está la casa de mi amigo? podría erigirse en emblema del arte de Abbas Kiarostami, orfebre de la síntesis que nunca avanzó en línea recta y que, partiendo de la inesperada resurrección de la poética neorrealista en el cine iraní, acabó erigiéndose en constructor de sofisticados laberintos dentro de la cámara de ecos de la metaficción.
Kiarostami, que no solo ha sido uno de los cineastas esenciales de la contemporaneidad sino también poeta de la palabra, ilustrador, fotógrafo y artista plástico, siempre entendió la estética como resultado de una toma de postura ética: en su cine, lo que cada plano enmarcaba resultaba tan importante como lo que dejaba fuera de campo, proponiendo en todo momento un diálogo de complicidad con el espectador y favoreciendo una educación de la mirada que ponía en evidencia hasta qué punto nuestra cultura de la imagen esta superpoblada de redundancias y anémica de significado.
Su cine abordó las cuestiones esenciales que tenía que afrontar el medio en su radical salto de su memoria fotográfica a su presente y porvenir digital: la disolución de las fronteras entre realidad y ficción, entre testimonio y artificio, el poder ideológico de la imagen como arma de resistencia bajo la claustrofobia de un poder opresivo, la revelación del dispositivo formal en la búsqueda de una nueva inocencia de la imagen, la democratización de la mirada asociada a la ocupación y legitimación cinematográfica de espacios cotidianos... El cine de este cambio de milenio no se podrá explicar sin él, del mismo modo que la eclosión de la modernidad cinematográfica a mediados del siglo XX no podría explicarse sin Roberto Rosellini, cineasta de quien se reconoció deudor en la inagotable Copia certificada, su primera película rodada fuera de Irán, y un sofisticado juego postmoderno en torno a la ineludible vigencia de Te querré siempre.
Kiarostami dialogó con Víctor Erice en una exposición que partió de la correspondencia entre dos cineastas tan distintos como afines. También contó en Shirin un relato mítico de la tradición persa a través de los rostros de las espectadoras que se emocionaban con esa película invisible para nosotros; recorrió la oscuridad más absoluta en una de las escenas documentales de ABC Africa; condenó a un innegociable fuera de campo al equipo de rodaje que visitaba una población rural en El viento nos llevará; elaboró un corte en sección de la sociedad iraní a través de las diez conversaciones al volante que mantenía la protagonista de Ten; reformuló y falseó el realismo baziniano para la era digital con el juego casi abstracto de Five, y elaboró un complejo tratado sobre la impostura y la identidad en Close Up, película que partía de un caso de suplantación de personalidad sufrido por su colega Mohsen Makmalbaf para bifurcarse en derivas imprevisibles.
La obra cinematográfica de Kiarostami ocupa un territorio único, una tierra de nadie equidistante entre la extrema simplicidad, con una marcada vocación de transparencia y legibilidad, y una contradictoria pulsión de complejidad, de construir un trampantojo para perderse en él y no sentir la necesidad de la salida. En la obra de Jafar Panahi, cineasta represaliado por el régimen iraní, las más autoconscientes estrategias del cine de Kiarostami parecen haber encontrado una continuidad capaz de seguir desafiando, pese a todo, la impuesta mordaza. Kiarostami recapituló a menudo sobre escenarios y personajes y demostró una y otra vez que el cine no es solo el arte de saber mirar, sino también el de enseñar a mirar, el de invitarnos a todos a interrogarnos sobre lo que está detrás de las imágenes. Y fuera de ellas.
Babelia
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