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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Tinieblas de autoplagio

Miquel Barceló, en el Festival de Fontainebleau, declaraba hace unos días, esta conocida verdad: “Nada es tan patético en el arte como copiarse a sí mismo”. ¿Suicidio? ¿Agotamiento? ¿Desafección? Cualquiera de estas razones acaba en la misma alcantarilla: el pozo negro de la no creación. Un quehacer sin azar ni juego ni avatar.

Para un pintor, especialmente, la imagen es una impresión, pero casi a la vez un pensamiento. La impresión de la imagen alcanza al ojo en cuanto primera cámara, pero el peso de esa imagen lleva el pensamiento hasta la recámara de la acción. La cámara se impresiona y el ojo aprovecha la sustancia para desarrollarla después. De ahí viene que una visión súbita prenda en la memoria como una célula y al cabo vaya tejiéndose con otras para constituir todo un libro o un cuadro original.

Todos los pintores o escritores conocen esta experiencia. Conocen el tránsito que lleva desde la idea sobrevenida azarosamente a su concreta culminación. Que empuja desde la inicial cata del gusto a su degustación y desde el primer fulgor hasta el espacio (o el argumento) que va suscitando.

De ahí que cualquier artista deba considerar lo más patético –y triste- de su carrera el periodo en que se copia a sí mismo y rehuye el albur. Podría tenerse por una tentación funeraria, pero no es una práctica tan insólita como pudiera creerse.

Haber acertado con una identidad formal y comercial (una buena marca) empuja a la tentación de rendirse al episodio del logo con éxito. Al logo del logro anterior. Algunos justifican esta mediante el argumento de que cada cual debe preservar, ante todo, su identidad. Pero no es igual ser un mismo que hacerse “idéntico” puesto que esta calcada mismidad resulta ser de lo más pesado que se puede ser. Para uno mismo y para los otros.

Todos los autores que se reiteran por miedo al mercado terminan por morir amargamente en su autoplagio. O bien, es mejor no ser reconocido de inmediato y desde lejos en una feria colectiva que serlo mediante la enseña habitual.

La impresión sobre la impresión va borrando en el ojo el escrutinio creador y hay así artistas que pareciendo geniales son tan sólo seriales. El mercado del arte se halla poblado de personajes así. Autores de una fórmula que, habiendo obtenido frutos comerciales en un tiempo, ese triunfo dominará al cabo su producción.

Todos los artistas, efectivamente, copian o se inspiran en otros, pero inspirar o comer los propios humus estropea mucho. Copiar cien veces, copiar quinientas veces la misma frase es el severo castigo que soporta el escolar desaplicado. Paralelamente, la mala conducta del pintor o del escritor se correlaciona con la misma falsilla sin fin. Párrafos y trazos faltos de nuevos destinos. Imágenes sin imaginación. Prácticas sin juego, sin cortejo y sin variación.

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