Lo inteligible y lo bello
Lo inteligible, sabemos, no es la materia, sino la forma, que no por casualidad guarda relación con lo hermoso. La cultura da cuenta de la naturaleza porque la belleza es única.
En su libro Por qué leer los clásicos, Italo Calvino deja caer una curiosa afirmación: un clásico es un libro que equivale al universo. La primera reacción del lector es pensar que se le ha ido la mano. Además, si la ecuación es reversible, ¿equivale el universo a un libro clásico? Pues sí. Platón vio el cosmos como un gran animal: un todo armonioso en movimiento. Eso mismo es un clásico (libro, obra de arte): su perfección, reconocida culturalmente, lo dota de sentido. Un microcosmos que nos ayuda a entender —sintácticamente— el cosmos que lo contiene. El significado de kósmos abarca universo, orden y belleza (de cósmico a cosmético). En el modelo clásico, el mundo y la obra de arte son delicada y completamente inteligibles.
De todos modos, lo clásico alberga posturas antagónicas, que el tiempo acabará conciliando. En el mejor poema sobre el universo jamás escrito, Lucrecio deja toda la iniciativa al azar: “Los principios / de la materia no se han colocado / con orden, con razón ni inteligencia”. Lo llamativo es que sostiene esa teoría, heredera de Demócrito y Epicuro, en un tratado científico cuya gran belleza literaria contradice sus propias enseñanzas. En cambio, los estoicos defendían un universo racional, inteligible por bello. El astrónomo y poeta romano Marco Manilio es su portavoz insuperable: “Si el azar nos hubiera regalado este mundo / igualmente el azar lo regiría todo”. Y no es así, según él. Por último pregunta: “¿Y por qué cada invierno, un año y otro año, se engalanan las noches con las mismas estrellas?”. Por cierto, esos versos acaban de ser citados por un científico, el geólogo Ángel Corrochano, en un estudio sobre el cambio climático. Lo inteligible y lo bello siguen teniendo repercusiones concretísimas.
Cuando Rilke escribió que lo bello no es sino el principio de lo terrible, estaba formulando en voz alta uno de los axiomas del romanticismo
Aristóteles había declarado sorprendentemente que se pueden saber muchas cosas, pero no se puede entender más que una. ¿Cómo es posible esto? San Agustín dio una respuesta digna de Platón: “Veremos toda nuestra ciencia simultáneamente con una sola mirada”. Tomás de Aquino cerró el debate: “Entender muchas cosas como una es entender una sola”. Así, asegura, es como conocen los ángeles.
En el Renacimiento florentino, un joven (y bello y platónico) filósofo, Pico della Mirandola, redactó un Discurso sobre la dignidad del hombre. Su Dios creador es un “supremo artista” que se dirige al hombre en estos términos: “Te puse en el centro del mundo para que pudieras contemplarlo todo más cómodamente”. Semejante contemplar es la intelección propia de científicos, artistas y poetas. De algunos.
Ahora bien, la modernidad es un progresivo quebrantamiento. Cuando Rilke escribió que lo bello no es sino el principio de lo terrible, estaba formulando en voz alta uno de los axiomas del romanticismo. Para esta estética (y una estética es un modo de percibir), lo bello es el principio de lo ininteligible. Rilke también se refería al ángel. En ambos casos tomaremos el ángel como metáfora del conocimiento superior.
Lo inteligible, sabemos, no es la materia, sino la forma, que no por casualidad guarda relación con lo hermoso (formosus). La cultura da cuenta de la naturaleza porque la belleza es única. Eso nos devuelve al principio clásico que Aristóteles llamó mímesis y Horacio tradujo por imitación. Para captarlo hay que tener una determinada forma mentis, una “complexión mental”, según el poeta Gil-Albert, en la que lo congénito se alía con lo aprendido. Como dijo Platón, no veremos la idea de belleza si no tenemos ojos para verla. Y esos ojos son culturales. Los científicos que tengan aliento humanístico (poético, artístico, narrativo) serán los que nos hagan inteligible el universo. Los otros solo nos mostrarán un cosmos hecho añicos.
El mundo como obra de arte. Frank Wilczek. Traducción de Javier Sampedro. Crítica. Barcelona, 2016. 520 páginas. 28,90 euros
Más belleza
Ítalo Calvino, Por qué leer los clásicos, Siruela, 2009.
El De rerum natura de Lucrecio puede leerse en la versión poética De la naturaleza de las cosas del siglo XVIII, realizada por José Marchena, Madrid, Cátedra, 1983, Y en la mejor traducción del siglo XXI, en prosa. La Naturaleza, traducción de Francisco Socas Gavilán. Madrid, Gredos, 2003.
Platón, Timeo, en Diálogos. VI: Traducción de Francisco Lisi, Gredos, Madrid, 1997.
Aristóteles, Tratados de lógica = Órganon (Categorías ; Tópicos ; Sobre las refutaciones sofísticas), traducción de Miguel Candel Sanmartín, Madrid,Gredos, 1982.
Marco Manilio, Astrología, traducción de Francisco Calero Mª José Echarte, Madrid, Gredos, 2002.
Tomás de Aquino, Suma teológica (Tratado de los ángeles), traducción de Raimundo Suarez ; Madrid, BAC, 2010.
Giovanni Pico della Mirandola, Discurso sobre la dignidad del hombre, traducción de Pedro J. Quetglas, Barcelona, PPU, 1988.
Rainer María Rilke, Elegías del Duino, traducción de José María Valverde, Barcelona, Lumen, 1980.
Ángel Corrochano Sánchez (ed.), Cambios climáticos. Causas y variabilidad desde una perspectiva geológica, Centro de Estudios Salmantinos, 2016. (acceso electrónico en http://www.iberoprinter.com/cambiosclimaticos/)
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