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VIAJES

La madura dama visita la vieja Nueva York

Jan Morris, que a los 89 años dice ya viajar menos, publica en España ‘Manhattan 45’, evocadora crónica de la ciudad

Jacinto Antón
El Queen Mary llega a Nueva York el 20 de junio de 1945.
El Queen Mary llega a Nueva York el 20 de junio de 1945.Getty

“¿Por qué elegí esa época de Nueva York para escribir sobre ella? Porque es un momento de clímax; tras la II Guerra Mundial la ciudad llegaba a su plenitud, comenzaba a ser la metrópoli por excelencia, la capital del mundo. Alcanzaba su madurez pero con ello también empezaba a perder rasgos de su anterior identidad”. Jan Morris, una de las grandes escritoras británicas, decana de la literatura de viajes y gran exploradora de los confines de la naturaleza humana —cruzó la frontera de hombre a mujer en 1972—, habla al otro lado del teléfono sobre Manhattan 45, su libro que acaba de aparecer en España, publicado por Gallo Nero, una crónica fascinante de la urbe estadounidense por antonomasia en el umbral de uno de sus grandes cambios.

Es fácil imaginarla, a Morris, en el amplio salón de Trefan Morys, su casa rural en Llanystumdwy, en el norte de Gales, que comparte con su esposa, la encantadora Elizabeth, con la que se ha casado dos veces, la última, con enorme felicidad, en 2008 (se vieron forzadas a divorciarse después de que Jan culminara su reasignación de sexo). Es la suya la voz de una mujer obviamente mayor —en octubre cumplirá 90 años—, pero que conserva intactos la emoción, el sentido del humor, el entusiasmo, la cordialidad y hasta una suerte de encantadora coquetería. ¿Sigue viajando? “Ah, ya no tanto”, suspira.

Es tentador identificar la Nueva York en transformación del libro, saliendo de la crisálida de su pasado al “ápice de su esplendor” adulto, con la propia metamorfosis de Morris, James hasta devenir Jan, soldado, aventurero, periodista, historiador, esposo y padre de cinco hijos, antes de asumir plenamente su identidad de mujer. Pero la escritora, fatigada de hablar de esa parte de su vida, su Conundrum, su enigma, como tituló el más bello y personal de sus libros, prefiere recordar al otro lado de la línea que en el origen de Manhattan 45, publicado en inglés en 1987, está la memoria de nueve jóvenes soldados neoyorquinos, a los que cita por sus nombres en la dedicatoria. Esos chicos, caídos en combate, no regresaron jamás a su ciudad y así no pudieron unirse al contingente de 14.526 militares, hombres y mujeres, que arribaron el 20 de junio de 1945 a Nueva York, licenciados, a bordo del Queen Mary, en la escena con que abre su libro Morris y que nos describe como si estuviéramos allí, en los muelles viéndola.

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La Estatua de la Libertad, los transbordadores con periodistas disparando sus flashes, los rascacielos que aguardan, la teniente —que gracia tiene la autora para los detalles— que agita su ropa interior de encaje negro a través de un ojo de buey del transatlántico... Ante los soldados que regresan de la guerra finalizada en Europa, se alzan ataviadas en metal, envueltas en cristal, las torres de la ciudad, “todo lo que los EE UU parecían representar en un mundo de pérdida y ruina”.

De la mano amiga de Jan Morris, entusiasmados como los marineros de Un día en Nueva York, recorremos la ciudad, “todo garbo, ritmo, brillo afable”, que llegaba “a una plenitud espléndida”. Una ciudad en la que según una encuesta de la época, “el 90 % de los neoyorquinos se declaraban felices”. Vivía Nueva York un momento de gracia, de inocencia y sofisticación, de generosidad y auto asombro. Aún tardaría en llegar la plaga de la drogadicción, y la de los crímenes. Y el cinismo. Y era distinta de su arquetipo. Era en general una ciudad art decó con rascacielos muy avanzados tecnológicamente pero con rasgos decorativos “que habrían satisfecho a William Morris”. Era, nos dice la autora, hogareña y afable, caballerosa, con muchos ciudadanos decentes (el 92% estaba ya en la cama a las diez y media de la noche), y personajes tan diversos como el arzobispo Spellman o el alcalde La Guardia, que decía que prefería ser una farola de Nueva York que el alcalde de Chicago.

Era, claro, una ciudad en movimiento, de novedades —“el lugar desde el que los EE UU observaban el mundo exterior”— como el fotomatón, los sofisticados ascensores (una quinta parte de todos los de EE UU), compresas anti olor, tirantes con clips, cafés descafeinados, y el Empire State. Era “la Ciudad de las maravillas”. Morris nos presenta a la policía, a los bomberos, los judíos (un 25 %), los chinos y las demás comunidades. A los ricos descendientes —decían— de los peregrinos del Mayflower, los Vanderbilt, los Astor, los Rockefeller, y a los pobres. Nos lleva a visitar Harlem, que no era un mal lugar, Gran Central, Sardi’s, el Stork Club. Había entonces en Manhattan una gran promiscuidad social, sin apenas barrios exclusivos. Los barrios bajos eran los más interesantes del mundo, y a un hombre “se le perdonaba todo siempre que fuera lo bastante extraordinario”.

A un hombre “se le perdonaba todo siempre que fuera lo bastante extraordinario”, recuerda
la autora británica

Manhatan 45 es un libro curioso: elegíaco y a la vez alegre, chispeante y vital, lleno de información y anécdotas deliciosas e inolvidables. Nacido de la historia, de la memoria y de la imaginación. Divertido y melancólico, excitante y de una nostalgia apesadumbrada, todo digno de aquel otro Manhattan, el filme de Woody Allen (“una obra maestra y la obra de arte más fiel a la isla que conozco”, dice Morris) que reflejaba de manera similar y desde la ficción otra etapa de la ciudad. Porque es inevitable que cualquiera que lea este libro, aparentemente ceñido a un tiempo y a un espacio pero que desborda constantemente sus propios límites, desde la nueva introducción de la propia Morris de 2011, se vea catapultado a su propia Nueva York. Pues todos tenemos una, que refulge con nuestras propias señas en el neón de la memoria. “La metrópoli de todos”, dice Morris.

Al acabar la lectura he corrido a buscar mi vieja Guide Michelin de 1984, a recordar la estancia asombrada en el Waldorf Astoria (al que Morris dedica muchos comentarios), el descubrimiento estupefacto de Strand o la caminata por Greenwich Village para encontrar un disco de los Motels. La Nueva York que nos evoca Morris queda mucho más lejos. Pero su recuerdo engarza con otros muchos, no en balde la autora llevaba ya en 1987, “33 años de vínculo embrujado con Nueva York, ciudad que he visitado todos los años, sobre la que he escrito miles de palabras y en la que he fraguado algunas de mis amistades más viejas y duraderas”. Y que no le defraudó jamás. Morris estaba de visita en 1969 para un libro encargado por la Autoridad Portuaria cuando esta decidió la construcción de las Torres Gemelas, a las que, por alusión al presidente de la entidad, a punto de jubilarse, se las denominaba “la última erección de Austin”. No deja de ser curioso que le haga tanta gracia la anécdota.

Jan Morris, en 2008.
Jan Morris, en 2008.Reuters

Cronista inigualable de las ciudades, que ha visitado en muchas ocasiones —como su emblemática Venecia, a la que dedicó uno de sus libros más populares— como hombre y como mujer, Morris señala la paradoja de que “pese a amarlas tanto, vivo en el campo, lo que no deja de ser algo excéntrico”. ¿Cuás es su favorita?, ¿Venecia, Hong Kong, Londres, Sidney, Nueva York? “Trieste; creo que a ella le he dedicado mi mejor libro. Nueva York es sin duda importantísima para mí, representó además mi introducción a los EE UU, y fue la primera ciudad de la que escribí". ¿Ve parecidos con Venecia? “No, es cierto que fue romántica en la época del libro, como la ciudad de los canales. Pero después no; quizá las une su carácter de metrópolis imperial”.

Una ciudad flotante que visitó una vez y de la que escribió Morris fue el portaviones USS Saratoga (“la Sexta Flota en el Mediterráneo es un asunto grave pero a la vez extravagante y brillante”). Se entusiasma cuando le digo que hace poco estuve en el USS Truman en el Golfo Pérsico. “¿Aterrizaste también en avión? ¡Es excitante, eh!”. Se entristece un punto en cambio cuando le pregunto si se acuerda del Everest (formo parte en 1953 de la expedición en la que Hillary y Tenzing conquistaron la cumbre y tuvo la exclusiva de la noticia (tema que trata en su apasionante libro La coronación del Everest, publicado en España también por Gallo Nero). “Claro, que me acuerdo. Hace poco, en mayo, celebramos el aniversario. Ya soy el único superviviente de la expedición”.

Morris, autora de medio centenar de libros, sigue escribiendo. “Mi último libro publicado es Ciao, Carpaccio!, un libro sobre el pintor veneciano del Quattrocento, un capricho”. Ajá, como el que consagró al viejo almirante Lord Fisher, el otro amor (platónico) de su vida. La escritora ríe al otro lado de la línea y cuando se despide con una galantería parece que se apagaran en el horizonte, lentamente, una a una, allá a lo lejos, las luces del skyline de Manhattan.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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