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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La anemia del escritor

“El poeta que por fin decide escribir para sí mismo se suicida por falta de destino”, decía Vicente Aleixandre, Las circunstancias han cambiado mucho porque de vivir entre libros y tertulias sobre libros hemos pasado a un campo donde el libro lejos de ser unión intelectual es sólo discusión técnica. ¿Quedarán libros que nos alberguen o habrá libros de la pantalla, aquellos que nos desplazan más allá de sus ventanas?

Como ha sucedido en todo, no es ya el autor quien hace el libro sino que el mercado lo hace y o lo deshace, le da vida o le da muerte. Si hay crisis en las bombillas de tungsteno los profesionales sufren grandes perdidas y raramente esperan que las cosas vuelvan a lucir. Sin embargo, en la cultura del libro, quedan legiones de lectores aguardando que las cosas cambien y un día, por organoléptica y amor, muchos libros regresen a la manera de la aves migratorias que se van pero no se van.

Si las librerías cierran, si las editoriales facturan casi el 50% de hace unos años es señal de que esa clase de producción padece obsolescencia y corre hacia su marginalidad.

Es lamentable que tantas buenas librerías y editoriales necesiten desvanecerse o reconvertirse en mamuts. Pero este es el signo de la producción general. Y lo quizás más importante: la ruina no se acaba en el fin de los establecimientos fabriles y comerciales sino en el relativo fin del escritor.

Un grupo de autores galardonados con best sellers ganan hoy una fortuna, pero otros, innumerables, deben conformarse con los salvavidas de las minieditoriales. Entre estos extremos ondula una formidable, desaforada clase media que ni fu ni fa. Una clase media que va empobreciéndose hasta acercarse a la exclusión social

¿Seguir pugnando con la vocación de autor, a la manera de los mártires? Ya no hay lugar ni medios para esta abnegación. De ahí que no pocos autores hayan dejado de escribir o de pintar. No les merece la pena. Su esfuerzo de sangre y lágrimas lo cicatrizaba la comunicación con el receptor. Pero, ¿cómo hacerse ilusiones cuando este número tiende a cero?

Lo sensato es dejar de escribir. Y es un embuste creer que quien posee vocación no se rendirá nunca. No se rendirá; se matará. “El autor que por fin decide escribir para sí mismo, se suicida por falta de destino”.

Y ya no es poca la matanza. Puede que a la novela le quede algún respiro ocasional pero el ensayo ha perdido su último aliento. ¿No se pensará ni filosofará? ¿No se discurrirá sobre la ética, la esperanza y la muerte, el bien o el mal? Palabras de otro tiempo.

No desaparecen hoy, en fin, solo libreros y editores sino que, a su compás, las mentes pierden forraje. Mentes de refugiados sin horizonte. Enflaquecidas por la dieta de una nueva e incierta banalidad.

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