Los peligros del teatro
Parece que hoy la vejez ha pegado su definitivo disparo de salida: en el metro, una muchacha me ha dicho: “Siéntese, Papito”. Me apetecía muchísimo sentarme, pero lo de “Papito” me ha hecho polvo: debo de tener un aspecto malísimo. Como no es de recibo aceptar que una veinteañera te ofrezca su sitio, he combatido el ramalazo de culpa pensando: “Bajará en la próxima, seguro”; le he dado las más rendidas gracias y me he dejado caer en el asiento con un suspiro teatral de ancianito agotado.
Haría una buena crítica de ese suspiro tan orgánico, tan medido. Ella tiene acento sudamericano. Pienso también, en mi descargo, que en los países del Cono Sur hay una auténtica veneración por los mayores, y allí la edad respetable puede comenzar a cifrarse, pongamos, a los 50, y esa idea me tranquiliza un poco, pero llega la parada y la chica no se mueve. Y de cuando en cuando me mira. ¿Simpatía, cortesía o compasión? Mucho subtexto veo yo en esa sonrisa. Ahora bien: ¿con qué tonalidad he de devolvérsela, señor director? En todo caso, está claro que no puedo salirme del papel de vejete, so pena de ser considerado un impostor, un robasillas. Elijo permanecer en el modo (“noble sonrisa fatigada”) de doctor chejoviano: Chebutikin en Las tres hermanas será mi modelo.
Siguiente parada: tampoco baja la moza. Tengo fuertes ganas de echarle un vistazo al móvil porque espero un mensaje, pero me lo prohíbo: el móvil rejuvenece. Los médicos de Chéjov no llevan móviles. Nada de móvil. Manos quietas sobre las rodillas, que siento huesudas, quebradizas. Eso sí que es interiorización y memoria sensorial. ¿Sensorial? ¡De ahora mismo!
Vuelve a mirarme. ¿Por qué me mira tanto? Tiene buena mirada esta actriz. Añado, sin pasarme, una tosecita a la composición. Espera un momento: aquí hay una idea posible para un cuento corto a la manera de Bioy. Aún no estoy acabado: todavía se me ocurren ideas.
Vamos a ver. Esto va de un cincuentón al que ceden el asiento en el metro, y la chica no baja, y él va añadiendo detalles a su papel de viejo, y cuando llega a la parada que le corresponde, la chica baja también, y le mira con una sonrisa repentinamente inquietante y desaparece, cumplida su pérfida misión. El incauto se mira entonces en un escaparate y comprueba con horror que realmente se ha convertido en un viejo: su representación ha sido tan detallista, tan verídica, que a cada parada le han caído encima cinco años. El cuento se llamará Los peligros del teatro. Lo apuntaría a toda velocidad en la libreta pero tengo prohibida la rapidez: ella sigue mirándome. ¿No bajará nunca? En casa, en casa lo apunto. Ahora camino lento repitiéndome la estructura del cuento posible, paso a paso, frase a frase: a estas edades las cosas comienzan a olvidarse.
Babelia
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