Cervantes, a lomos de Clavileño
El autor de ‘Remando al viento’ ha querido rodar una película sobre Cervantes. Este es el relato de un filme por ahora soñado
No esperé a cumplir 400 años para acordarme de Cervantes. Hace tres meses, sin ir más lejos, en la calle del Humilladero (premonitorio nombre, por cierto), bajé a la cripta de las trinitarias, donde huesos numerados y descabalados habían sido esparcidos sobre una mesa sin mantel. A partir de ese momento, decidí no volver a comer pollo. Para colmo, no eran huesos de escritor. Sino de niños anónimos. Todos, menos uno. Aquel cuyo padre había metido en un frasco un papel con su nombre.
Ese niño en cuestión, quien quiera que fuese, merecería otro homenaje como representante de los 300 allí encontrados y como caso ejemplar de serendipia. Esta palabra no es una enfermedad. Sino, si acaso, un accidente. A todos nos pasa alguna vez cuando buscamos algo y encontramos otra cosa que no buscábamos. Le sucedió, en su día, a Cristóbal Colón. De quien, por cierto, la itinerante osamenta, supuestamente aparcada en Sevilla, también requeriría una investigación detectivesca como la que Javier Balaguer llevó a cabo en su película sobre la búsqueda de los restos de Cervantes sin más dinero público que los ahorros de su padre ni más recurso institucional que su talento.
Años antes de que ninguna efemérides lo propiciara, yo también había escrito un guion sobre Cervantes que los funcionarios de nuestra televisión estatal se apresuraron a rechazar. Se titulaba El manuscrito de Sichuán y estaba inspirado en dos prólogos: el de Persiles y Sigismunda y el de la segunda parte del El Quijote.
En el primero, se nos cuenta ese mítico viaje que con un pie en el estribo y las ansias de la muerte Cervantes escribe como prólogo de su último libro y epílogo de su vida. A la manera de las novelas de caballería, imaginé un wéstern crepuscular. Dos cabalgan juntos. Pero, esta vez, a Cervantes sólo le acompañará… su sombra.
En el segundo prólogo, el autor cuenta al conde de Lemos un sueño. Había recibido, dice, una carta del emperador de China donde “en lengua chinesca” le proponía fundar y dirigir una escuela en la que el Quijote fuera el libro con el que los chinos aprendieran el castellano.
Esta broma premonitoria me dio pie para imaginar a una chica china, llamada Anlián, que en aguas de un río chino encuentra un manuscrito en el que, supuestamente, se relata una versión inédita del último viaje de Cervantes. Así lo interpreta, bajo etílicos efluvios, un viejo profesor de Sichuán y, abducida por la historia, Anlián atraviesa un frondoso bosque en su bicicleta y, como a lomos de Clavileño, surca el tiempo, reavivando a su paso retazos de la vida y la obra de Cervantes, hasta conseguir alcanzarlo para que le cuente un último relato antes de morir.
Es asombroso que Mary Shelley escriba una semblanza contrastada y erudita del gran autor español
Esperaré al próximo centenario para realizar mi proyecto. Pero, de no haberlo impedido los cancerberos de la cultura nacional, esta nueva Alicia en el país de las corruptas maravillas hubiera rescatado a Cervantes de los roedores de huesos por la sola magia de la imaginación.
Por fortuna y por sorpresa, desde otra cultura y otros tiempos, nos llega Mary Shelley con su libro Cervantes y Lope (ediciones Calambur, Barcelona) y, como hiciera con Frankenstein en lejanos glaciares, contribuye a resucitar al que hemos matado tantas veces y que, con doctas conferencias y mala conciencia, pretendemos enterrar de nuevo.
La excelente edición, extraída de las Literary Lives (1837) de Mary, corre a cargo del catedrático de la Universidad de Neuchâtel Antonio Sánchez Jiménez. No me justificaré, como él hace en su prólogo, por el trato familiar que me permito con la mujer que inspiró Remando al viento. Si algún día consiguiera compartir un sueño similar con Cervantes, también aludiría a él, llegado el caso, por su nombre de pila, como haría con fraternales compañeros de viaje, famosos o no, hombres o mujeres por igual.
No pretendo confrontar el libro de Mary Shelley con los múltiples y prestigiosos estudios que la vida de Cervantes ha suscitado. El propio traductor nos advierte de que la autora, con un dominio de idiomas excepcional, recurre y en ocasiones traduce a otros biógrafos que la preceden. Incluso utiliza un artículo de Coleridge publicado en la Quarterly Rewiew o citas de Milton, Bacon y Shakespeare.
Pero ¿acaso los más ilustres exegetas de Cervantes, desde Mayáns o W. H. Prescott a Astrana Marín, Martín de Riquer o Jean Canavaggio, entre otros biógrafos españoles y extranjeros, no han recurrido a lo ya dicho y escrito? ¿De dónde extrae sus deducciones caracterológicas, presuntamente desmitificadoras, Jorge García López en su reciente Figura en el tapiz si no de la lectura de textos y datos aportados por sus antecesores o el propio autor? ¿Cómo podría ser de otra manera sin jugar a la güija?
En su día, Mary Shelley ya nos advierte de que no existe más retrato fidedigno que la descripción que el propio autor hace de sí mismo, y nos informa de que el traslado del convento por las monjas trinitarias borró todo rastro, lápida o inscripción, de la sepultura de Cervantes.
Lo asombroso es que una escritora inglesa de ficción escriba, dos siglos atrás, una semblanza erudita y contrastada de Cervantes y nos recuerde sin ambages que “ni siquiera Shakespeare goza de una reputación tan universal”.
Según Manuel Azaña, en sus comentarios sobre el Quijote, hemos arribado al punto en el que se borren los accidentes de lugar y tiempo y nos remitamos a la cita cervantina, puesta en boca de uno de sus personajes:
“Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después”.
Galimatías que remedaría con un rotundo:
“Leedme más y jugad menos a las tabas con mis huesos”.
Gonzalo Suárez es escritor y cineasta. Su último libro es Con el cielo a cuestas (Random House).
Babelia
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