Verdades universales en la Francia de provincias
Raymond Depardon, gran figura de la fotografía de las últimas décadas, inaugura una exposición y un ciclo de películas en el Instituto Francés de Madrid
Raymond Depardon (Villefranche-sur-Saône, Francia, 1942) es un mito de la fotografía de las últimas décadas. Armado de su inseparable Leica, Raymond Depardon documentó los grandes acontecimientos de la segunda mitad de siglo pasado, antes de dirigir una veintena de documentales sobre las instituciones –la policía, la justicia, los hospitales o los medios de comunicación– y de centrarse en un trabajo de largo aliento sobre la geografía humana de su país. El fotógrafo recibe este jueves un homenaje en el Instituto Francés de Madrid, donde se expondrá hasta finales del verano su última serie fotográfica, Les habitants, capturada durante el rodaje del documental del mismo título.
Recientemente estrenado en Francia, se proyectará en Madrid como parte de un ciclo de sus películas, como La vie moderne, Journal de France o 1974, une partie de campagne, que retrató la campaña presidencial de Valéry Giscard d’Estaing y estuvo censurado durante 28 años, después de que el entonces presidente amenazara a Depardon con llevarlo a los tribunales al descubrir el retrato poco favorecedor que contenía ese documental.
En enero de 2015, Depardon y su esposa, la productora Claudine Nougaret, preparaban las maletas para marcharse al continente africano para rodar una nueva película. Pero entonces sucedió lo inesperado: el atentado de Charlie Hebdo y el supermercado judío en París. “El 11-S francés”, tituló entonces Le Monde. “Fue una fecha simbólica que nos hizo entender que algo había cambiado, igual que el 11-M debió de serlo en España”, afirma el fotógrafo. “Entendimos que debíamos quedarnos aquí e ir al encuentro de los franceses, para escuchar qué tenían que decir”. Recorrieron todo el país en una vieja caravana, buscando a esos habitantes que dan título al proyecto: ciudadanos anónimos de ciudades de provincias como Niza, Cherburgo, Saint-Étienne, Bayona, Tarbes, Sète o Calais. Para su sorpresa, los franceses no hablaban de yihadismo, sino de miedos distintos y puede que más ancestrales. “Hablaban muy poco de política y mucho más de familia, que tal vez siga siendo el pilar de la sociedad francesa. Hablaban de divorcio, de soledad y de la tristeza de ver cómo sus hijos se marchan a otro lugar. Las mujeres hablaban de sexismo y de maltrato. En el fondo, hablaban de los problemas universales de nuestro tiempo”, relata el director.
Depardon seleccionó a 25 parejas de cónyuges, amigos y familiares con los que se cruzó por la calle, con la ayuda de la directora de casting de La vida de Adèle. Los sentó en el interior de esa caravana convertida en confesionario y les incitó a hablar libremente, sin límite de tiempo ni intermediación alguna. Emergió entonces una diversidad de gentes de la que la cultura y los medios de comunicación no suele dar cuenta. Acentos y formas de expresión popular casi no representadas en Francia, siempre guiada por el instinto centralizador del jacobinismo, donde lo que queda al margen de París casi ni existe. “A causa de la Revolución, contamos con un sistema muy centralizador, muy distinto del español, el italiano o el alemán. Al ver la película salta a la vista que no somos uniformes, que no hablamos de la misma manera. Y esa es nuestra riqueza como país”, confirma Depardon. Casi todos los personajes del fotógrafo, de origen campesino y crecido en una granja cerca de Lyon, son de extracción humilde. “Me gusta su manera de hablar, aunque no sea académica. Con sus defectos y calidades, esa gente forma parte del mundo en que vivimos. A veces se me reprocha, porque Francia sigue siendo un país burgués, y los burgueses no quieren ver a los pobres”, sonríe Depardon. “Mis compatriotas me molestan por su egoísmo. Y, a la vez, me gusta que Francia sea un país que siga hablando. Las civilizaciones que dejan de hablar me parecen terribles”.
Depardon forma parte de una generación de fotógrafos que dudaron entre seguir el camino de pioneros como Henri Cartier-Bresson o Robert Capa, o bien escoger la opción de los más jóvenes, partidarios de la puesta en escena y las ínfulas artísticas. Depardon escogió una tercera vía: “No me apetecía pasarme la vida buscando el instant décisif, como Cartier-Bresson. Y tampoco quería pasarla en la guerra. No soy un gran héroe y siempre me dio miedo. Mis amigos que no tuvieron miedo acabaron muriendo”.
Retratista oficial de Hollande
Su mayor exposición seguirá colgando, por lo menos un año más, de los 36.000 ayuntamientos franceses. En 2012, Depardon fue el fotógrafo escogido por François Hollande para su retrato oficial: un guiño a la simplicidad y la humildad de quien sostiene la cámara, que se adecuaba perfectamente con el entonces “presidente normal”. ¿Volvería a aceptar el encargo, ahora que el jefe de Estado bate récords de popularidad en negativo? “Sí, es una foto que me gusta. Hollande es difícil de fotografiar, porque tiene un físico desagradecido, pese a ser un hombre muy gracioso. Gana cuando lo conoces”, sostiene. Depardon decidió retratarlo “igual que los fotógrafos de los cincuenta fotografiaban a Ava Gardner: con una única fuente de luz muy potente, porque las morenas captaban la luz peor que las rubias”. Lo intentó con una cámara digital, pero no funcionó. Luego con su Leica favorita, pero tampoco. Lo terminó consiguiendo con una vieja Rolleiflex de formato cuadrado, el mismo que ha vuelto a poner de moda Instagram.
Depardon admite seguir en contacto con Hollande. ¿No está decepcionado por sus promesas incumplidas? “Sí, un poco. Pero no quiero disparar contra una ambulancia”, dice. “El problema es que la izquierda francesa no ha defendido sus valores: la redistribución, la igualdad de oportunidades o la educación. El Partido Socialista no es Podemos, pero sus valores no están tan lejos”. Depardon sigue de cerca la política española: su hijo Simon vive en Madrid, donde escribe una tesis sobre el partido de Pablo Iglesias. “En Francia vamos bastante retrasados. Y la llegada de la derecha al poder no va a arreglar las cosas”, concluye.
Babelia
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