Una Bienal latina y a escala humana
La gran cita veneciana de la arquitectura, comisariada por el chileno Alejandro Aravena, plantea un giro social y subraya el papel de Latinoamérica para el futuro de la disciplina
De sobrevolar la realidad a confrontarla. De evitarla, a nutrirse de ella. También la Bienal de Venecia ha sucumbido a la urgencia de repensar la arquitectura desde su capacidad para transformar la sociedad. El otro gran faro global de la disciplina, el Premio Pritzker, lleva varias ediciones señalando cuestiones no solo culturalmente trascendentes, y la reivindicativa Bienal Iberoamericana se basa en el reclamo de reconectar arquitectura, sociedad y futuro.
Por esa carambola que hace coincidir al último premio Pritzker con el primer comisario latinoamericano de la Bienal veneciana, el chileno Alejandro Aravena ha instado a sus colegas a “informar desde el frente” —ese es el lema de esta decimoquinta edición—. Urge “compartir conocimiento” para que la arquitectura se entienda menos como un negocio turbio y más como “la voluntad de dar forma a los lugares donde vivimos”, ha dicho.
De intentar que las necesidades sociales y el conocimiento arquitectónico se encuentren trata esta bienal. Aravena, con un pie en la vivienda social y otro en las altas esferas, es el profesional indicado para apuntar el camino con credibilidad. Lo que queda por ver es si esta tendencia a mirarle a los ojos a los problemas se desactiva cuando se consagra o si se convierte en ruta sin retorno para llevar la disciplina a donde su potencial se multiplica.
De momento, algunas iniciativas permiten pensar que la legendaria separación entre arquitectura y construcción podría desdibujarse: del Plan Selva de Perú —la construcción de 1.000 escuelas modulares— a la reivindicación de métodos constructivos que ahorran energía y materiales que propone el ETH de Zúrich en el Arsenale con su instalación de una inmensa bóveda tabicada.
Reivindicar la belleza
Beyond Bending demuestra la urgencia de buscar un material alternativo al acero. Como paradigma del ahorro, el propio Aravena ha reutilizado 14 kilómetros de perfiles metálicos de la antigua Bienal y los ha colgado del techo para recibir a los visitantes.
La construcción está muy presente en esta edición. El colombiano Simón Vélez lo hace con bambú y uno puede entrar en la vivienda que la alemana Anna Heringer ha levantado con barro como hace en Bangladés. En esta Bienal prácticas “poco académicas”, como las ciudades instantáneas que se erigen en emergencias, celebraciones, ritos religiosos o maniobras militares son analizadas.
La muestra Ephemeral Urbanism recuerda que la estabilidad doméstica es un lujo para la mayoría de la población mundial e ilustra el caso de Kumbh Mela, fiesta religiosa que cada 12 años congrega en Ujjain (India) a 10 millones de creyentes en una megaurbe temporal.
Frente a esa atención al urbanismo y la arquitectura informal, algunos proyectistas reivindican la antigua belleza. Los portugueses Aires Mateus instan a recurrir a ella para resistir a la banalización de la arquitectura y su reduccionismo entre social o no social. Y David Chipperfield defiende que el clasicismo es pertinente en los lugares remotos con su museo Naga Site, que apenas puede verse en Sudán porque se confunde con el desierto.
Los comisarios han hecho los deberes y han respondido a la pregunta de Aravena. Llama la atención que algunas de las estrellas más mediáticas, Renzo Piano o Richard Rogers por ejemplo, hayan desempolvado sus proyectos de los años setenta para exhibirlos de nuevo. También sorprende la aparición de un nuevo profesional ambidiestro, capaz de reconvertirse de arquitecto estrella en arquitecto social o de compaginar ambos objetivos.
La parte social de este arte está presente con rotundidad en el pabellón polaco. Fair Building se preocupa por algo que nunca había llegado a una bienal de arquitectura: las condiciones de trabajo de los obreros. Con Making Heimat, el estand alemán rinde homenaje a la imaginación con la que un millón de inmigrantes —llegados en 2015— ha sabido convertir las plantas bajas en pequeños comercios capaces de construir una “ciudad de llegada” autosuficiente e imaginativa.
Es evidente con este vuelco en los objetivos de la arquitectura, insinuados tímidamente en la Bienal de 2010, que Latinoamérica pasa al primer plano. No al plano anecdótico —que premió en 2012 la reutilización de la Torre David de Caracas sin pararse a pensar en sus consecuencias sociales—, sino al protagonista. Es la experiencia de trabajar con lo esencial, combinando construcciones tradicionales con ingenio y nuevas tecnologías la que pone por delante a Latinoamérica a la hora de aportar para el futuro. Prueba de ese reconocimiento es que el Pritzker brasileño Paulo Mendes da Rocha (1928) se hará con el León de Oro a la trayectoria.
La Bienal de Aravena quiere identificar el progreso de la arquitectura con el de la gente. No busca reducir la cultura arquitectónica: busca erradicar su impostura y utilizarla como arma transformadora, no solo para un 5% de edificios y lugares excepcionales.
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