¿Y si a la hija del torero no le gustan los toros?
Joselito reivindica en un libro el valor de la tauromaquia
No le gustan los toros a Alba Arroyo, una adolescente de 15 años a quien preocupa el maltrato animal, como a muchos de sus amigos, aunque se diferencia de ellos en que su padre es torero y es ganadero. Y no cualquiera. Joselito, o José Miguel Arroyo, máxima figura del escalafón hasta su retirada y autor de un libro que rebasa las ambiciones de una terapia familiar: Los toros explicados a mi hija (Espasa).
Es un pretexto para justificar la tauromaquia, pero también para colocarse en la piel de quienes la rechazan. Y Alba tiene otras razones que no comparten sus amigos y que conciernen a las cicatrices de su padre —aquí no hay metáforas— y la tensión doméstica que comporta los extremos de una profesión, de una misión, que hizo de Joselito un mito contemporáneo.
El maestro ha escrito un manual con sus argumentos, consciente incluso de que muchos de ellos sobrepasan la razón. Y que aluden a un misterio pagano, eucarístico, que ritualiza la muerte, transforma al toro en tótem, predispone al delirio estético y expone la vida del torero.
Joselito lo sabe porque uno de sus banderilleros, El Campeño, murió en Las Ventas. Y porque él mismo tiene perfilada, punto a punto, una soga en el cuello. Un torazo de Peñajara estuvo cerca de arrancarle la cabeza.
“El toro es un héroe que muere en la plaza. Se le aplaude y se le indulta cuando es bravo. No es una víctima de nada ni de nadie. Ni siquiera es un enemigo del torero. No siento compasión por el toro. Siento admiración. Nos sirve para expresarnos y provocar emociones intensas a los espectadores”, escribe en un pasaje sobre el toro bravo.
La percepción propia, la del torero, ha tratado de explicársela a su hija desde “una actitud ante la vida”. “La muerte es el precio que podemos pagar por disfrutar de las maravillas del toreo. Si somos héroes, es porque nos sobreponemos al miedo y vencemos nuestros instintos. Y somos artistas. Llevamos el arte a su límite”.
Hace Joselito un esfuerzo por convencer a Alba. Y utiliza a discreción argumentos pragmáticos. No son los que más siente, pero probablemente son los más eficaces. Empezando porque la abolición de la corrida predispone a la desaparición de la especie. Porque las reses bravas disfrutan de una vida paradisíaca en comparación con cualquier otro bovino manso. Y porque el animal no solo proporciona, también garantiza un beneficioso impacto medioambiental en dehesas y marismas.
“Lo malo aquí es la explotación abusiva de los animales, las ejecuciones industriales, los mamíferos estabulados en granjas, cárceles de criaturas a las que se engorda y electrocuta. Esos antitaurinos que protestan tanto por la muerte de un toro en la plaza deberían ir a un matadero. Los niños de ciudad deben de pensar que los filetes que se comen de esas bandejitas tan pulcras se cogen de los árboles”.
No sabe Joselito si el libro ha convencido a su hija. Lo que sí espera es que Alba no caiga en manos de “las sectas de los progres falsos, los filósofos juntaletras, defensores de un fanatismo que intenta humanizar a los animales, incluidas esas mascotas que convertimos en peluches de compañía, puteados como los tenemos, anulados, castrados y hasta abandonados cuando dejan de servirnos”.
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