La visión urbana de Paco Gómez emerge del olvido
El Canal de Isabel II acoge la primera gran retrospectiva del fotógrafo español, gran diseccionador del alma de la ciudad
En la ciudad se encontraba el latido de su obra, el territorio en el cual desarrollar su experiencia y su discurso de autor. Como un flâneur, errante casual y esteta de la metrópoli moderna, Francisco Gómez (Pamplona, 1918-Madrid, 1998), protagonista de la exposición Archivo Paco Gómez. El instante poético y la imagen arquitectónica, observó y registró con su cámara las transformaciones arquitectónicas del Madrid de los sesenta.
“La mancha de la mano de un niño / el salpicón de barro contra la cal de un muro, / la huella del encofrado del hormigón / un cristal roto, / la traza florecida de la humedad del yeso...” Así describía el fotógrafo como poema lo que llamaba su atención. Observador, alejado del disparo rápido del reportero y del momento decisivo, rumió cada instantánea. Fotografiaba con el ojo y frecuentemente regresaba con la cámara al lugar que había atraído su atención, trascendiendo el mundo real por medio de la poesía.
Aunque ya no sea necesario reivindicar su nombre, Paco Gómez sigue siendo un gran desconocido. “El desconocimiento se debe, entre otras cosas, a que a finales de los años cincuenta hacía cosas que hasta los setenta no fueron habituales de ver. Adelantado y singular, no respondía al estereotipo de la época. Me pareció que había una deuda importante que saldar con él”, dice Alberto Martín, comisario de la muestra, organizada en colaboración con la Fundación Foto Colectania. Es la primera retrospectiva completa y contextualizada del artista, que dentro de la programación de PhotoEspaña 2016 puede verse en la Sala Canal Isabel II de Madrid.
Fabricó su primera ampliadora con una caja metálica de mantecados, una lámpara para alumbrado público y un objetivo comprado en el Rastro. Entonces ya regentaba la sastrería de su familia, tras haber estudiado en la Escuela Mercantil de Madrid. Autodidacta, como toda su generación, ingresó en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid en 1956. Pasaría a formar parte del grupo Afal (Agrupación Fotográfica de Almería) y luego del colectivo La Palangana, que decidieron “organizar exposiciones, reunirse en coloquios amistosos y no hablar de técnica fotográfica”. Más tarde, integrarían la Escuela de Madrid.
“Existía debate y tensión en el panorama de la fotografía española de la época. Se debatía la herencia pictorialista y se respiraba inquietud por salir de un escenario anquilosado”, cuenta Martín. Gómez fue uno de los primeros en distanciarse de los salones y fotoclubs que delimitaban la actividad de los autores, exponiendo en galerías, apuntando a esa consciencia de autor tan retraída en esos tiempos, a la vez que se consideraba un aficionado. “En aquella época, el fotógrafo profesional era el que se dedicaba al fotoperiodismo o a la publicidad. Ser amateur era sinónimo de creatividad; era la figura pionera de lo que luego fue el fotógrafo artista en los setenta”, destaca el comisario. En 1959, Gómez recibió el Trofeo Luis Navarro, el premio más prestigioso de entonces, por el carácter renovador de su obra. Luego colaboró 15 años con la revista Arquitectura.
En cuatro años forja la esencia de lo que sería su obra. “Tiene una poética muy propia, relativamente lejos y diferente de la de sus compañeros. Con una plástica más definida y avanzada. Su fotografía es muy mental y existencia”, explica Martín. “Mantiene cierta distancia emocional, lo que no contradice que exista mucha emocionalidad en su obra”, añade.
Cómo un sastre que salía a hacer fotos los domingos fagocita, reinventa lo accidental, lo encontrado, en perfecta convivencia con la modernidad, a la que trasciende, se preguntaba Joan Fontcuberta, en 2011. Fueron las conversaciones con su tío Pedro Gómez, pintor desconocido y orientado al informalismo, las que orientaron su estructura artística. Comprendió lo que llamaba “la poética de los muros cochambrosos”, la importancia de la textura, de los horizontes y los picados, de los antropomorfismos que sitúan su obra en el campo de la imaginación mediante la abstracción. “También le influyó el mundo de la arquitectura”, dice Martín. Lo abstracto convive como el neorrealismo en su trabajo: “En sus obras no pasa nada. No hay un elemento narrativo concreto. Lo que registra es el existir mediante la fusión de la abstracción y un sentido plástico y de la composición muy fuerte. Por eso se puede hablar de un neorrealismo existencialista”.
Es la propia existencia y su rastro, la huella del tiempo, el discurrir de una vida lo que le interesa a Gómez. Como describe Rafael Levenfeld en el catálogo de la antológica, “acompañado del jazz, ese otro planteamiento poético insertado en el esqueleto de todas las grandes urbes”, convertía en poesía cada uno de sus disparos.
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