En el país de mis héroes de juventud
Dos fragmentos de 'American Smoke', el nuevo libro del escritor británico
Dogtown. Como asentamiento de gente cristiana, databa de 1641. Había fracasado y fracasado mejor, más deprisa y más visiblemente que los demás. Los huecos de sótanos debajo de casas en ruinas, las piedras volcadas sobre piedras, devenían formas naturales entre las rocas enormes del extremo de la morrena glacial. El bosque regresaba después de que los granjeros lo talaran. La metáfora era la realidad, la madera de las mentes temerosas: ciénagas, maleza sadomasoquista, ramas azotadas, sacrificios fallidos. El pueblo nuevo con sus iglesias nuevas, pegado a la costa, necesitaba la solemnidad de la masa de granito que lo respaldaba; una arboleda imposible de senderos entretejidos que desembocaba en una masa de roca hendida conocida como la Quijada de ballena. Dogtown. El sonido mismo de la palabra era un gemido onomatopéyico de animales muertos vivientes llamando a la luna. Oí ruidos, disparos. Y vi huellas de una construcción en marcha: un tractor, una caravana. Nada más llegar me encontré a un hombre saliendo del interior a zancadas: gorra roja, tabardo rojo sobre chaleco gris, botas hasta la mitad del muslo, escopeta echada al hombro izquierdo, sabueso sujeto con correa.
Dogtown había sido excavado y excavado a conciencia, usado como cantera. El pueblo de Gloucester estaba hecho de los huesos del asentamiento previo. En 1967 se hizo una prospección de la ciénaga de Briar para ver si se podía colocar en ella un emplazamiento de radares del sistema de misiles antibalísticos Sentinel. En la década de los setenta, sin embargo, los explotadores y los promotores ya se habían apuntado a la moda: ahora proponían un pueblito histórico con molino de viento y parque eólico adjunto. De momento, gracias a Dios, no hay leyendas lovecraftianas grabadas en los desprendimientos glaciales, ni tampoco un parque temático dedicado a Innsmouth con efigies de goma de dioses-pulpo en cavernas y ediciones limitadas del Necronomicón.
Dogtown es la manifestación física de la corteza de adjetivos de Lovecraft: roderas convirtiéndose en arroyuelos y ovejas en piedras. Las rocas ancianas contrarrestan la histeria sexual que el turista experimentaba en Provincetown al verse empujado hacia el mar: el limo putrefacto, apestoso y chapoteante de los muelles pesqueros. Las mujeres salvajes de los bares de pescadores. La luminiscencia enfermiza de la podredumbre marina, cuando las nubes supurantes se frotaban contra el escabroso horizonte crepuscular del mar.
“He odiado a los peces y he temido al mar y todo lo que estaba relacionado con él desde que tenía dos años”, dijo Lovecraft. En su relato La sombra sobre Innsmouth, un visitante mal aconsejado, tras llegar a bordo de un autobús desvencijado, se ve atraído por los vestigios de su herencia que más lo repelen, una estirpe corrompida. Se fija en los “tocones muertos y en los muros de contención desplomados”, recuerda pasajes de sus investigaciones de anticuario. “Esta llegó a ser una tierra fértil y densamente poblada”.
El camino conocido como carretera de Dogtown llevaba a la ciénaga de Granny Day. Costaba resistir la tentación de seguir sendas indias olvidadas entre arboledas de enebros. Había rebordes bajos de ladrillo y escombros rodeando fosos indescifrables, moradas que parecían derrumbadas pero también nunca levantadas. El suelo era blanco. Los árboles plantados recientemente eran flacos y larguiruchos, tallos negros de madera como regueros de lluvia emborronando bocetos a tinta.
Cuando la distancia ya no permitía oír los rifles, ya no se oía nada, ni siquiera tus propios pasos. La caminata absorbía al caminante. Había que dejar de lado toda esperanza de orientarse. El desconcierto de los árboles, la pulsación electromagnética de las rocas, un vórtice ascendente a medio camino entre la claustrofobia y la agorafobia, todo ello componía momentos de agobio. ¿Momentos? Días. El tiempo allí carecía de significado. No eran los fantasmas, sino el saber que no había fantasmas. El único eras tú, el excursionista solitario con un libro en el bolsillo. El que iba demasiado lejos. El que invadía la propiedad. El que garabateaba mentiras.
Si Bolaño seguía vivo, vivo y en activo, como a mí me habría gustado creer y como podía creer en el contexto de su libro, ¿qué mejor lugar que Saint Leonard? La mole de Marine Court como barco fantasma revestido de plata que en realidad era hielo. (Había otra embarcación del mismo periodo pero más lujosa en Puerto Rico). No hacía falta alguna visitar Blanes ni Vulcano, Hastings era la cumbre del exilio y del destierro. Roberto estaba en alguna parte de mi edificio. Llevaba preparándose para ello desde aquella primera novela, Nocturno de Chile. ¿Qué decía en ella? “¡No por casualidad, un rato antes, su casa me había parecido un transatlántico!”.
El ejemplar de 2666, el único libro lo bastante sólido como para impedir que mi montón de hojas sueltas mecanografiadas saliera volando por el balcón al abrirse la puerta, estaba colocado de tal forma que yo lo veía del revés. Los números del título estaban invertidos, el 2666 se convertía en 9997. El 9997 COBE (Cosmic Background Explorer) es un asteroide del cinturón principal. Traza una órbita completa en torno al Sol cada 4,06 años. Earth-9997, más cerca de la práctica de Bolaño, es un cómic de Marvel en el que “a la muerte se le asigna la tarea de dirigir la reserva colectiva de realidad”. El Capitán América y su grupo salvaje de superhéroes de edades dilatadas se han reunido para conquistar a los extraterrestres. “Con la llegada de las realidades alternativas, alguien tiene que recoger estos fragmentos y reunirlos”.
Yo tenía una carta de Cal Shutter, recibida aquella mañana, esperando sobre mi mesa. “No eres americano”, me decía Cal. “Nunca entenderás a los americanos. Quieres entender a Olson y a Dorn a partir de sus viajes a Inglaterra. Olvídate, colega. No tienes nada que hacer”. Y yo sabía ahora que él tenía razón. Estaba curado de mis intereses y obsesiones. Curado a base de enfrentarme a ellos. Curado por la luz del mar. Sus intensidades nunca serían mías.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.