Libros ridículos
En las cárceles y los hospitales demuestra la literatura de qué pasta está hecha
Lo malo de escribir un libro es que corres el riesgo de que alguien lo lea. Con suerte, en esa isla desierta a la que todo el mundo se lleva lectura. Sin suerte, en una cárcel o en un hospital, lugares en los que la literatura demuestra de qué pasta está hecha. En El sueño del Rey Rojo (Alianza), Alberto Manguel cuenta que durante sus años en la prisión de Reading Oscar Wilde pidió que le prestaran La isla del tesoro y un método de conversación de francés e italiano. Es difícil rastrear la influencia de esos títulos en la descorazonadora maravilla que el dublinés concibió entre barrotes, pero su De profundis (Biblioteca Nueva), tan carcelario como el Quijote, es el mejor ejemplo de algo que se dice en sus páginas: “Donde hay dolor hay un lugar sagrado”. De una celda de castigo a la unidad de cuidados intensivos, el propio Manguel recuerda que cuando tuvo que someterse a una operación urgente él mismo se inclinó por las andanzas del ingenioso hidalgo, “libro perfecto para soportar el dolor”. Lo hizo después de descartar la idea de espantar al personal sanitario con La enfermedad mortal, de Kierkegaard.
La reciente noticia de que el opositor venezolano Leopoldo López lee durante su encierro en Ramo Verde a Platón y a Padura, a Tony Judt y Todorov nos recuerda que la lista de lecturas de un preso funciona, en cierto modo, como la cara B de la lista de los más vendidos. ¿Por cuál nos inclinaríamos si tuviéramos que quedarnos con una? Escribir algo que a un hombre encerrado contra su voluntad no le parezca ridículo es para Peter Handke su ideal como escritor. Parece un buen baremo. Cuando en 1997 ETA liberó al abogado vizcaíno Cosme Delclaux después de tenerlo secuestrado durante 232 días, se supo que los terroristas le habían dejado dos libros. Uno de ellos, Pasionaria y los siete enanitos. Al enterarse de la noticia, su autor, Manuel Vázquez Montalbán, se mostró horrorizado: no había escrito aquel “balance del claroscuro de la ética revolucionaria del siglo XX” como “texto obligatorio de zulo”. Último caso de estudio: en La barbarie de la ignorancia (Del Taller de Mario Muchnik) George Steiner relata el caso de Tatiana Gnedich, especialista en poesía inglesa encarcelada en la URSS de Brezhnev. A falta de papel y lápiz, tradujo de memoria los 30.000 versos del Don Juan de Lord Byron. Esa es ahora, nos dice Steiner, “la gran traducción rusa” del poema romántico. El riesgo de escribir un buen libro es que alguien se lo aprenda de cabo a rabo.
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