Una tarde llena de confidencias en el estudio de Paisley Park
EL PAÍS realizó una de las últimas entrevistas al músico
El Prince con el que hablé un sábado del pasado mes de noviembre era cercano desde la distancia. No dio la mano, no hubo contacto físico de ningún tipo. Llegó de golpe, se subió a un escenario y se puso a tocar el piano mientras animaba al grupo de cinco periodistas europeos presentes en su mítico estudio, Paisley Park, en Chanhassen, a que nos acercáramos. Ayer, el cuerpo sin vida del músico fue hallado en ese mismo lugar.
Durante una hora, contestó todas las preguntas. No se negó a responder a ninguna, pero demostró que era un artista esquivando las que no le interesaban. Le bastaba con pulsar las teclas unos segundos para cambiar de tema. Estuvo afable, ocurrente y nos hizo reír en varias ocasiones. Parecía relajado, aunque cuando un problema técnico causó un largo e incómodo zumbido, echó a su asistente una de esas miradas de jefe cabreado que aterrorizan a los subalternos.
Durante la visita turística por la parte pública de Paisley Park —la privada estaba vetada a los foráneos—, ya habían comentado que trabajar con él no era precisamente fácil. “Carece del sentido del tiempo. Hace lo que quiere, cuando quiere. Todo aquí es espontáneo, nada está planeado. Está siempre creando”, contaban Trevor y Joshua, sus dos jóvenes asistentes. Por todas partes se captaba el desasogante aroma del culto a la personalidad, pero Paisley Park no era su residencia habitual. “No te puedo decir dónde vive, porque no lo sé”, es una afirmación extraña viniendo de alguien que en teoría es su mano derecha.
Apareció por detrás con un aspecto espléndido, incluso embutido en un incómodo mono blanco y con un afro poco favorecedor. Parecía imposible que tuviera 57 años. No aparentaba ni 40. Jugaba con las miradas y las medias sonrisas. Había prohibido grabar la entrevista, sin dar razones. Posiblemente, ni siquiera él lo tuviera claro. Su personaje, ese genio esquivo y oculto, había ganado el derecho a hacer cumplir su voluntad. Tampoco avisó cuando llegó la última pregunta. Se levantó y se fue como había llegado: sin pedir permiso. Nos quedamos clavados. Dejaron de prestarnos atención. Nuestra misión ya había acabado y no éramos necesarios.
En septiembre había publicado su último lanzamiento. Hit n’Run, un disco solo en formato digital. Después de la entrevista, fumando un cigarrillo en la cuneta con un frío del demonio —en Paisley Park está prohibido fumar incluso en el aparcamiento—, uno de los convocados confesó que no lo había oído. Los demás lo habíamos hecho a trompicones, más por necesidad que por placer.
Hacía tiempo que sus novedades pasaban desapercibidas para la mayoría. En la última década había seguido generando noticias y mantenía intacta su capacidad de fascinación entre una gran cantidad de público, pero su música había perdido trascendencia comercial. Su lucha, legítima, contra la música gratis en Internet, la caza en YouTube de todo lo que llevase su nombre, no había ayudado precisamente a crear nuevos aficionados entre los más jóvenes.
Prince se heredaba de padres a hijos. En el concierto que ofreció esa noche en Paisley Park, un directo improvisado convocado por Twitter, gran parte del público lo componían padres en la cincuentena con sus vástagos. Ayudaba que las convicciones religiosas del músico prohíben el alcohol, el tabaco y la carne y que sus canciones sexualmente explícitas estaban fuera del repertorio.
Empezó el show presentando una gira por Europa solo con piano que suspendió de forma fulminante usando como motivo el duelo por los atentados de París. Pero la noche alcanzó lo memorable cuando cogió la guitarra. Una larga jam, acompañado por tres músicos jóvenes que parecían impresionados por compartir el mismo aire que Prince. Entonces descubrí que yo también lo estaba. Ese era su gran talento: hacer sentir que estar en su presencia era un privilegio.
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