“La homosexualidad se ha convertido en un género”
Una muestra en París explora la obra del cineasta, y descubre sus primeras pasiones
Iba para pintor, hasta que el cine el cine se cruzó en su camino. Gus Van Sant (Kentucky, Estados Unidos, 1952) fue uno de esos lánguidos y bohemios estudiantes de Bellas Artes que se paseaban por los campus norteamericanos a principios de los setenta. Ingresó en la prestigiosa Rhode Island School of Design, donde se sentó en las filas traseras con David Byrne y dos otros miembros de Talking Heads, además de la directora Mary Lambert, que logró el éxito en los ochenta gracias a sus videos para Madonna. “Entonces era solo una chica con acento sureño que pintaba cuadros de flores”, recuerda Van Sant. “Recuerdo haberme preguntado cómo sobreviviría ese ser indefenso en un mundo tan cruel. Pero seguro que los demás pensaban lo mismo de mí. Nos debíamos de dar lástima los unos a los otros”, añade el cineasta, un rostro impasible de voz monocorde en el que asoma, de vez en cuando, un intento de sonrisa.
Todos querían convertirse en artistas plásticos, pero terminaron abandonando esa primera vocación. “Los pintores que ya se habían graduado regresaban a la escuela para darnos charlas. Nos describían una vida que no resultaba ni apetecible ni viable. En Nueva York existían 200 galerías para unos 10.000 pintores. No es extraño que casi todos acabáramos convertidos en cineastas, músicos, arquitectos o fotógrafos”, opina Van Sant en el hotel del barrio parisino de Saint-Germain que le sirve de hogar durante algunas semanas. El cineasta revela ahora las aristas menos conocidas de su obra, como acuarelas, fotografías y collages, en una nueva muestra en la Cinemateca Francesa en París, donde aparecen expuestas junto a fragmentos de sus películas y documentos utilizados durante sus rodajes, como storyboards, borradores de sus guiones y los detallados y gráficos esquemas en los que planifica cada una de sus secuencias.En esa escuela de arte, Van Sant tomó prestada una de las primeras cámaras de vídeo que permitían grabar imagen y sonido por solo un puñado de dólares. Salió a la calle y capturó el ruido y la furia que le rodeaban. Ese día entendió que había encontrado su medio de expresión predilecto. En el recorrido trazado por la exposición, sobresale su retrato de una juventud perdida, a la que observa con indudable nostalgia y un atisbo de lascivia. Describe su transición hacia la vida adulta y sus inevitables desilusiones. “Me gustan los personajes que van hacia algún lugar, que todavía tienen algo que aprender sobre sí mismos. Viven ese último momento antes de entender de qué va la vida. Me inspiran, porque aún no saben lo que es la decepción”, responde Van Sant. Pese a todo, nunca escogió este tema recurrente a conciencia. “Mi primera película, Mala noche, estaba protagonizada por un chico muy joven. Desde entonces es lo único que me han ofrecido. Deben de creer que es lo único que me interesa”, se resigna.
Su carrera ha consistido en una sucesión de idas y venidas entre el cine independiente, esa expresión tan de los noventa, y el sistema de Hollywood, donde ha sido tan aplaudido como apaleado. Tras el éxito de Drugstore Cowboy y Mi Idaho privado, donde despuntaron ídolos generacionales como Matt Dillon, Keanu Reeves o el malogrado River Phoenix, triunfó con su fábula sobre un joven prodigio en los barrios pobres de Boston, El indomable Will Hunting, que reveló a Matt Damon y Ben Affleck. Pero también tuvo fracasos sonados, como su inexplicable remake de Psicosis –“quise poner a prueba a los estudios en un momento en que preferían hacer copias que ideas originales”, dice hoy–, Descubriendo a Forrester o la reciente Tierra prometida. Entre unos y otros, rodaría celebrados experimentos visuales como Gerry o Elephant, inspirada en la matanza de Columbine, que se hizo con la Palma de Oro en Cannes.
Pese a su pedigrí de autor underground, asegura que nunca se vendió. Siendo muy joven, su sueño ya era trabajar en Hollywood. Una de sus películas favoritas era Gente corriente, el melodrama de Robert Redford sobre la desintegración de una familia burguesa tras la muerte de uno de sus hijos. “Hablaba de la tragedia de la clase media alta. Me identificaba con su decorado y sus personajes”, afirma este hijo de un comercial que amasó una pequeña fortuna como representante de una marca de ropa por distintos rincones de la geografía estadounidense. Pese a todo, cuando llegó la hora de rodar su debut, le apeteció explorar otra vía. “Mala noche fue un intento de subvertir ese tipo de cine. Quería enseñar algo que nunca veía en las películas”, afirma Van Sant. Escogió la historia de un hombre maduro enamorado de un clandestino mexicano, que concentraba dos temáticas casi invisibles en el cine estadounidense: la inmigración y la homosexualidad.
Fue una manera de reflejar otras formas de vivir durante la estrechez ideológica que impuso el reaganismo, tal como hicieron, décadas atrás, sus adorados William Burroughs y Allen Ginsberg. “Pero también fue una forma de declarar mi propia sexualidad”, admite. Desde entonces, las cosas han cambiado. “Ahora existen muchas películas y series de temática homosexual, hasta el punto que se ha convertido en un género”, sostiene. Su nuevo proyecto es una miniserie titulada When we rise, sobre la evolución del militantismo gay en las últimas décadas, que ha empezado a rodar para la cadena ABC, a la que tilda de “muy conservadora”: un síntoma de la apertura gradual que describe. Sus películas abrieron el camino.
Polaroids y videos musicales
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