Amaremos a Joaquín
Se estrena una película sobre la fuga de El Chapo Guzmán en México. Su figura, en poco tiempo, será mitificada como la de Pablo Escobar, como un Tony Soprano a la mexicana
¿Qué dirán de El Chapo Guzmán en el futuro? ¿Cómo le tratarán los medios, el cine? ¿Qué haremos con su legado, con los túneles, las miles de toneladas de coca que mandaba a los Estados Unidos, los desaparecidos, los muertos a diez, 30, 50 años de su desaparición? Benevolencia y Condescendencia requieren de tiempo y espacio para germinar sobre la tumba de los malvados. Pero acaban por hacerlo y nos gusta. De hecho, nos encanta.
Nos gustan los malos. No la maldad, los malos. Amamos a Tony Soprano, versión televisiva del mafioso neoyorquino Salvatore Bonanno; amamos a sus lugartenientes. Entendimos –quisimos entender– por qué mataban, por qué eran tan crueles, aceptamos sus actos porque eran ellos. En su lógica, justificamos, es normal que se comporten así.
De aquí unos años legiones de guionistas y creadores se lanzarán a retratar al gran capo mexicano. Algunos trocearán su figura y la convertirán en uno o dos blockbuster de relativo éxito. Convertirán a El Chapo en alguien malo, muy malo, un villano plano, confeti barato. O quizá bueno, muy bueno, un visionario víctima de la política de drogas criminalizadora que impone el vecino del norte en el continente entero. Harán lo que hicieron con el otro Joaquín, el Robin Hood mexicano, un bandido de antaño, Joaquín El Zorro Murrieta, criminal de mediados del siglo XIX que inspiró novelas y películas. ¿Acaso era El Zorro tan noble como lo pinta Hollywood, tan guapo como Antonio Banderas? ¿Acaso no mató nunca a nadie por puro aburrimiento? ¿Acaso no contrabandeo? ¿No lo haría si viviera hoy en Sonora, tan cerca del gran mercado norteamericano?
Otros creadores, los obsesivos, los Cary Fukunaga, David Chase, David Simon, trazarán perfiles más complejos, las grandezas y miserias del capo, sus virtudes y defectos, sus miedos, sus problemas de estómago –o de espalda, o de colon. Serán benevolentes porque era un ser humano producto de su tiempo, una aberración, sí, pero no tanto por su culpa. Y lo amaremos.
Algo parecido ocurrió recientemente con el Pablo Escobar de Netflix, encarnado por Wagner Moura. Atestiguamos cómo convencía a un grupo de policías para que dejaran pasar sus camiones, cómo necesitaba apenas su rostro, sus ojos, su gesto y queremos ser como él, imponer como él, vivir, en fin, como un malvado. Aunque sea por un rato. Porque el cine enseña que el villano hace lo que le viene en gana y no pierde el tiempo en moralismos de media tinta.
Queremos saber que el Chapo es como nosotros. Mejor aún, peor que nosotros. Queremos ver cómo padece, llora y maldice. Queremos ver, luego, cómo triunfa y así pensar que yo, quizá, si quisiera…
Todo esto viene a cuento de una película que se estrena el 15 de enero, Chapo. El escape del siglo, sobre la fuga del narcotraficante de una prisión de alta seguridad el pasado mes de julio. Es la primera parte de una serie de cuatro. Es, parece, un anacronismo. ¿Qué puede haber más atractivo ahora mismo que la vida del capo? La vida, no la representación de la vida.
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