La pesadilla del K-pop
Corea del Sur ya es una potencia exportadora de música elaborada industrialmente
Ha sido noticia en medio mundo. Las ocho chicas de Oh My Girl, grupo de K-pop, fueron retenidas en el aeropuerto de Los Ángeles. Los responsables de Inmigración sospecharon de ellas tras examinar su vestuario: pensaron que podían ser ¡prostitutas! Tras 15 horas de impasse, las cantantes y su equipo regresaron a Seúl. Y decidieron, claro, sacar provecho publicitario al asunto.
Corea del Sur, conviene saberlo, es una potencia exportadora de música elaborada industrialmente. El K-pop forma parte de la hallyu, esa ola coreana que incluye también cine, culebrones, cocina etc. Las autoridades surcoreanas han interiorizado el concepto de poder blando como objetivo estratégico y promocionan sus productos con entusiasmo y generosos apoyos. La actual presidenta, Park Geun-hye, aspira a “una cultura que trascienda la etnicidad y los lenguajes, que supere ideologías y costumbres, que contribuya al desarrollo pacífico de la humanidad”.
Suena bonito aunque, advierto, el K-pop encarna nuestras peores pesadillas. Nada que ver con la cadena de montaje de Motown, con sus vocalistas expresivos y sus productores audaces; las referencias musicales del K-pop son las listas de venta estadounidenses; también imitan a los internados donde se preparaban a los participantes en el Mickey Mouse Club, Hannah Montana o High School Musical.
Pero los programas del Disney Channel generaban individualidades, gusten o no: Britney Sprears, Ryan Gosling, Miley Cyrus, Christina Aguilera, Justin Timberlake. Las estrellas del K-pop tienen fecha de caducidad: son niños cuando entran en las academias y les llega la jubilación forzosa cuando se convierten en veinteañeros. Entonces suelen descubrir –y esto es un clásico universal- que su paso por la fama apenas se ha notado en su cuenta corriente. Las empresas responden: los costos de los lanzamientos son cuantiosos y, de momento, su impacto se limita a zonas de Asia.
Los grupos de K-pop son formaciones numerosas que hacen una música genérica, vehiculada por vídeos relucientes con coreografías imitables, vestuarios estridentes y argumentos elementales. Pueden ser grupos masculinos, criaturas angelicales que se mueven como malotes del rap; en las agrupaciones femeninas, la adolescencia se desarrolla entre nubes de algodón, aunque también se cuela algún tanque entre el decorado (¿un mensaje para Kim Jong-un?).
Estos clips lucen como versiones ampliadas de la publicidad contemporánea. ¿Y que venden? Productos altos en azúcar, muy adictivos, perfectamente imaginables como banda sonora de cualquier distopía concebida por William Gibson. Un horror, sí. Una música que, seamos honestos, hace que los Black Eyed Peas, David Guetta y compañía nos parezcan genios.
¿Y las Lolitas de Oh My Girl? Me irrita tener que defender a la Inmigración estadounidense pero, por lo que se intuye, las surcoreanas pretendían actuar sin haber solicitado visado de trabajo. También, según cuenta Los Angeles Times, podían confundirlas con lo que no son: por las noches, Koreatown, el Barrio Coreano, es territorio sin ley, donde doumi recién llegadas de Seúl trabajan mezcladas entre el público de los karaokes. Y resulta que estas “chicas de alterne” se visten y peinan igual que algunas estrellas del K-pop. ¿O es al revés?
Babelia
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