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El nombre del crimen innombrable

Genocidio es una palabra de la que se abusa a diario. No siempre a una matanza política le cuadra el término acuñado por el jurista Raphaël Lemkin. Un libro reúne sus escritos

Dos soldados observan los cráneos de víctimas del genocidio armenio en Sheyxalan en 1915.
Dos soldados observan los cráneos de víctimas del genocidio armenio en Sheyxalan en 1915.Afp

Crimen de guerra, crimen contra la humanidad y genocidio son tres figuras jurídicas que usamos indistintamente para calificar grandes crímenes, por ejemplo Auschwitz, pero que no son intercambiables. El Tribunal de Núremberg condenó a los dirigentes nazis por crímenes de guerra, pero no por perpetrar un genocidio.

A los jueces les desconcertaba este neologismo, genocidio, que acababa de entrar en escena de la mano de un jurista lituano, el judío Raphaël Lemkin, que venía huyendo de la persecución nazi. Había visto con sus propios ojos que el proyecto nazi de destrucción de los judíos europeos era algo distinto al crimen de guerra porque iba contra no beligerantes y tenía el claro propósito de destrucción de todo un pueblo. Se parecía al asesinato en masa de los armenios en Turquía, y él no quería que el crimen nazi corriera la misma suerte que el turco porque, como decía Hitler, “¿quién habla hoy del exterminio armenio?”. Todo estaba olvidado.

Lo que Lemkin pretendía con ese término era crear un ilícito internacional de crímenes como el de los alemanes y turcos, perseguible en cualquier parte e imprescriptible mientras no fuera reparado. Estos crímenes venían de la noche de los tiempos, pero Auschwitz hacía tan visibles sus rasgos que ya no podían ser invisibilizados. Eran crímenes dirigidos “contra poblaciones enteras, grupos nacionales, raciales y religiosos”, con la particularidad de que había en ello “un proyecto de destrucción” y, por tanto, un plan preparatorio, tan criminal como su ejecución, que debería ser perseguido desde un principio.

La familiaridad del término no puede ocultar su complejidad, de ahí el peligro del abuso. Se echaba de menos un libro como éste, que recogiera el itinerario intelectual de Raphaël Lemkin y explicara el contexto vital del autor, los avatares ideológicos de sus ideas y el destino que han tenido en el derecho internacional. De lo primero se encarga el editor, Antonio Elorza, con una substanciosa presentación, y de lo segundo, Araceli Manjón-Cabeza. El libro concluye con un epílogo de Elorza en el que hace ver lo complicado que resulta aplicar la tesis del genocidio a grandes matanzas históricas como las de Stalin en la URSS, la de Japón en China o la del franquismo en España. Lo que sí es cierto es que con este libro en la mano, Saramago nunca hubiera podido decir que “Jenin es el gueto de Varsovia”.

No lo tuvo fácil Lemkin. Le tomaban por un iluminado, torpe de presencia, desaliñado y pobre, pero con una bomba de relojería en la mano. El Tribunal de Núremberg, que estaba al tanto de sus investigaciones, fundamenta la acusación en el crimen de agresión y no en el genocidio. Es verdad que el fiscal lo tiene en cuenta y que el juez Jackson habla del genocidio como de un crimen contra la humanidad, siempre, eso sí, en el contexto de un crimen de guerra. Pero en la sentencia no aparece. No se fiaban y, sin embargo, ese tribunal debe a Lemkin el razonamiento más sólido a su punto más flaco. Del Tribunal de Núremberg se critica, en efecto, que no respetara el principio nullum crimen sine lege, es decir, que se aplicara un derecho surgido después de la comisión de delitos. Lemkin siempre tuvo claro, como Primo Levi o Adorno, que Ausch­witz obligaba a pensar de nuevo, a releer de otra manera lo ya escrito, a repensar los fundamentos de la política, de la ética y también del derecho.

La barbarie experimentada no podía contenerse en los moldes conocidos. Había que partir de la experiencia vivida del mal radical, aunque hubiera sido impensable por las ciencias conocidas. El recurso al término genocidio era una forma de expresar la catástrofe vivida como el punto de partida, como lo que da que pensar. Este convencimiento lo expresaba cada uno a su manera: Adorno, como nuevo imperativo categórico; Levi, como deber de memoria, y Lemkin, como vigencia de principios de justicia preexistentes a todo derecho. No se trataba de dar “una respuesta moral a un problema jurídico”, sino de repensar el derecho pos-Auschwitz.

Genocidio. Escritos. Raphaël Lemkin. Edición y estudio preliminar de Antonio Elorza. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2015. 316 páginas. 24,04 euros

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